Amanecí pensando en él: un viejo bilioso y desagradable que cobra por alimentar el lugar común de los más autoritarios. Su pelo cano y relamido, así como su mirada torva cruzaron la frontera de mi pesadilla y por eso me despertó.
Cuando la Bojo vino a preguntar si todo estaba bien le respondí que no. “¿Ahora qué le quita el sueño, don Bienvenido?”, me interrogó. “El Ternurita“, respondí sin titubear.
Hermenegilda Hernández y Bojórquez, conocida aquí en el Pabellón Nueve como la Bojo, es la mujer más fea de todo el hospital. Pero la fortuna la compensó con el corazón mejor amueblado de la ciudad. Cualquier otra enfermera habría ido a buscar un ansiolítico para que yo apartara de mi cabeza los malos pensamientos.
“¿Cómo le ayudo con su problema?”, inquirió con su voz rasposa que bien recuerda la de Paquita la del Barrio, cuando todavía no era famosa y yo visitaba su antro de la colonia Guerrero.
La Bojo se sorprendió cuando le dije que quería pasar un rato en la sala de las computadoras. (Solo quienes ya están curados tienen permiso para usar internet). Ella me prometió gestionar el permiso con el doctor de guardia.
Hará cosa de dos años que leí una columna dedicada a burlarse de los estudiantes del movimiento #Yosoy132. Iba firmada por un periodista demagogo cuyo único argumento interesante para tomarlo en serio fue la media plana que el diario le entregó y probablemente también le pagó.
Solía no perderme uno solo de sus textos; creo que antes de leer a las personas con las que estamos de acuerdo hay que hacerlo con los adversarios. ¡Puritita precaución! El Ternurita es un ideólogo y activista de las soluciones fáciles y que requieren el uso de la fuerza.
Lo llamo así porque se ganó a pulso el apodo usando un término similar para mofarse de los jóvenes manifestantes y promover la macana del Estado para someterlos.
Acaso la Bojo leyó como buen síntoma de recuperación mi interés por los temas mundanos. Para fortuna mía, un par de días antes nos habíamos confesado el mutuo desagrado que compartimos hacia el periodista en cuestión. Así que no tardó en regresar con la buena noticia: el doctor H dio permiso para que visitara la sala de computadoras del sanatorio.
Me bañé y peiné como quien va a una fiesta. Desde el día del accidente todo cuanto me sucede tiene que ver conmigo pero esta mañana tuve un golpe de ganas para enterarme sobre el resto del mundo.
Debí haber administrado mejor mi entusiasmo. En el Pabellón nadie me contó antes sobre los normalistas desaparecidos en Guerrero y tampoco del escándalo mundial en el que se ha convertido esta tragedia.
Después de una hora de navegar entré a un sitio de internet que colgó ilustraciones sobre los jóvenes de Ayotzinapa. Ahí me atrapó la necesidad de exhibir sus nombres en letra muy grande y también el arte con que fueron presentados los rostros. Bajo cada retrato los autores escribieron leyendas como estas: “Yo, Eréndira Derbez, quiero saber dónde está Jonás Trujillo González”, “Yo, Pachy Cambiaso, quiero saber dónde está Cesar Manuel González Hernández.”
De golpe, con estos dibujos de los #IlustradoresConAyotzinapa dejé de concebir como una abstracción a la terrible noticia sembrada en mi conciencia: los 43 secuestrados de la normal de Ayotzinapa ya no eran un bulto en mi cabeza porque se convirtieron en “Aníbal Cruz Mendoza,” “Antonio Santana Maestro,” “Luis González Parra,” “Emiliano Alen García Cruz,” y así hasta llegar el último de la página.
Al terminar de observar estas imágenes cerré mi terapia, autorizada por el doctor H, con la mirada puesta sobre una consigna que los manifestantes de la semana pasada dejaron garabateada en el Zócalo de la ciudad de México: “FUE EL ESTADO”.
Solo tres palabras y el efecto es incalculable: hay un responsable, también concreto, de esa tragedia. Se puede tocar, oler, sentir y mirar de frente; como los normalistas, el autor tampoco es una abstracción. A Luis, a Emiliano y a Antonio los secuestró y desapareció el Estado.
Los sujetos que les persiguieron y dispararon eran individuos que cobraban en una nómina pagada por los impuestos de los contribuyentes. Es ociosa la sofisticación que quiere distinguir entre policías municipal y federal. Sin matices que puedan sostenerse, las dos son parte del Estado.
Cierro esta reflexión con una frase del Ternurita: “¿tendrán las instituciones del Estado y el gobierno de Peña Nieto el talante y las agallas (sic) para hacer frente a la revuelta que viene?”.
¿Con qué policía querrá este señor columnista que el gobierno muestre su testosterona? ¿O es tan ingenuo que supone infiltrada solo a la policía de Iguala y no al resto de las fuerzas del orden?
Por estas y otras candideces es que lo llamo como lo llamo.
Agradezco a la Bojo que, después de este paseo angustioso por la red, haya venido por mi para regresarme a la cordura que se respira en el Pabellón Nueve.