Con tal de que votemos, el Instituto Nacional Electoral nos dice en sus spots: “Si queremos un país ganador, ¡hay que participar!”. Cuando me manda ese mensaje (elige al partido que sea, pero elige), yo me visualizo esposado en el Ministerio Público frente a un agente policial que me da a elegir: “Una opción es darte pozole: hundimos tu cara en el agua puerca del escusado hasta que casi te ahogues. La otra, que te apliquemos toques eléctricos en los testículos. Como gustes”. Agradecido porque si me da a elegir significa que es todo un demócrata, dar mi voto a un partido es como contestar al agente: “écheme los toques eléctricos, si es tan amable”. Siento la visita a la urna de junio como la elección de una u otra tortura que dejará secuelas en todo un periodo de gobierno, sin importar que cruce azul, rojo o amarillo en la boleta.
Hace cinco días atendí el interfón de casa: “Traigo algo para usted”. Bajé y el mensajero me dio un sobre que me enviaba el Partido Verde Ecologista de México (PVEM). Extrañado subí y leí mi domicilio exacto escrito en el papel. El PVEM sabe dónde vivo. ¿Por qué tiene que saberlo? ¿Cómo sé que no hará mal uso de esos datos íntimos, más aún si su sello es la inmoralidad? ¿Cómo me animo a criticarlos si saben mi dirección?
Abrí la carta membretada con el logo del tucán: “Apreciable Aníbal: ¡Felicidades y Muchas Gracias por ser Verde!”. El PVEM (por lo tanto el PRI pues son uno mismo) sabía mi nombre. Y, sin consultarme, me había convertido en un verde más.
Abajo de la hoja estaba pegado un regalito plástico: para que goce descuentos de hasta 30% en 9 mil negocios, me entregaban mi tarjeta Premia Platino lacrada con mis nombres: “Aníbal Pablo”.
En síntesis: el Verde conoce mi domicilio (y lo conocerá hasta que no me mude), mi nombre, me unió por sus polainas a su partido y quería extorsionarme con su tarjeta. Le mandé un tuit al Tribunal Electoral con el texto “¿No es comprar el voto?” y la foto de la tarjeta y la carta. Desde luego, nuestros justicieros electorales, habitantes de la troposfera, jamás se sobajarían a responder una sola palabra a un simple ciudadano.
El PVEM se nos mete en el cine, las tortillas, el Metro, las calles y ahora nuestras casas. ¿Qué más le dejarán hacer los blandengues órganos electorales? En mi desilusión, imaginé esto: vestido con bata verde del PVEM, un corpulento urólogo toca a mi puerta para ofrecerme un examen rectal, sí, el que hurga en ese puerto último de nuestro cuerpo para evaluar la salud de la próstata. Observo sus gruesas manos de plomero, sus voluptuosos nudillos, sus uñas largas y filosas.
-Mil gracias, por ahorita no-, me disculpo.
-Si usted no me permite hacerle el tacto –me informa-, queda afiliado al Partido Verde.
Aterrorizado, elijo lo menos espeluznante: “Hágame el examen, doctor”.
(ANÍBAL SANTIAGO)