Después de convencer al jefe de Gobierno de la bondad del proyecto y de una astuta estrategia de medios, el secretario de Desarrollo Económico, Salomón Chertorivski, ha comenzado formalmente la discusión pública sobre el destino del terreno que actualmente ocupa el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, que será vaciado una vez que se construya el nuevo.
A estas alturas, conocemos sus características principales: 710 hectáreas que quedarán libres en la parte nororiente de la ciudad. La superficie de ese terreno es enorme, 2.2 veces la del Central Park de Nueva York, dicen los documentos oficiales, un terreno que está, en realidad, muy cerca del Zócalo.
El otro día, en un evento organizado por las revistas Arquine y Horizontal.mx, mientras el secretario de Desarrollo Económico presentaba las características de esa gran oportunidad para la ciudad, un asistente se preguntaba, escéptico, que garantías habría para que el asunto saliera bien. Si uno mira para atrás, los ejemplos son terribles: el proyecto para la avenida Chapultepec, donde todo parece ya empaquetado y decidido de antemano, por mencionar el más reciente; pero también están allí la Línea 12 del Metro, el deprimido de Mixcoac, los segundos pisos, la Súpervía Poniente, etcétera.
En efecto, no hay ninguna garantía.
Ayer en la mañana, Gerhard Steindorf, el gerente del proyecto de Tempelhof 2011-2015, contaba la siguiente historia. En 2008 se cerró ese aeropuerto de Berlín, que quedaba prácticamente en el centro de la ciudad.
El terreno fue bardeado. Un día, los ciudadanos de Berlín protestaron frente a la reja para que la ciudad la abriera. El terreno del aeropuerto se convirtió en un parque natural, (un mar de prados, como lo bautizaron los propios habitantes de la ciudad). En las pistas, la gente patinaba; en los prados, la gente tomaba el sol, y en invierno, esquiaba.
La ciudad pensó que podía hacer una intervención urbana que sólo afectaba la periferia del terreno: se desarrollaría un nuevo barrio que incluyera vivienda mixta para aglutinar clases sociales y grupos étnicos, se construirían instituciones culturales, se respetaría la mayor parte de la superficie del parque, etcétera.
El proyecto era muy simpático y habría recibido la aprobación de cualquier urbanista del mundo, pero se sometió a referéndum de la ciudad: no pasó. Los berlineses se quedaron con su parque como estaba. Gerhard Steindorf confesó que no le gustaba el resultado del referendum; esperaba que en unos años se volvería a presentar un proyecto para mejorar el terreno de Tempelhof.
¿Qué lecciones tomar de la experiencia alemana? Me parece que el urbanista Jose Castillo, quien estaba presente en la mesa de discusión, dio una clave. Hay que tomar esta oportunidad que abre el terreno del nuevo aeropuerto no tanto como un asunto de urbanismo, sino como un hito para intentar un nuevo pacto social, donde lo importante no sea tanto el resultado físico, sino el proceso de involucrar a la ciudad en pensar su futuro. Me gusta esa idea.