Que un mono guíe a las autoridades mexicanas hasta el escondite del Chapo Guzmán. Que López Obrador, juarista recalcitrante, se dé una vuelta por el Vaticano y le obsequie al Papa una medalla de Fray Bartolomé de las Casas. Que el Bronco proponga cambiar la letra del Himno Nacional porque, dice, es muy violenta. Que la madre de una joven desaparecida encare al gobernador Javier Duarte para reclamarle la falta de justicia y que Duarte se ría como si le estuvieran contando un chiste, y luego filtre a medios cercanos a la nómina gubernamental que la joven era novia de un zeta y que por eso su caso no merece ser investigado. Que Fidel Herrera sea nombrado cónsul en Barcelona. Que Osorio Chong continúe como secretario de Gobernación después de Tlatlaya, Ayotzinapa, Apatzingán y la fuga del Chapo. Que La Noche de Iguala se presente en la cartelera como una “verdad incómoda” en vez de advertirle al público que el docudrama sólo intenta apuntalar la versión oficial. Que con esta crisis económica Videgaray aún esté a cargo de Hacienda. Que tengamos a los partidos que tenemos. Que Miguel Ángel Mancera niegue que el crimen organizado trabaja en la Ciudad de México. Que el DF acumule su nivel más alto de asesinatos en los últimos 16 años (642). Que cuelguen a un hombre de un puente de Iztapalapa y no falte el chilango que haga memes de este horror. Que haya quienes se molesten porque el huracán Patricia no mató a nadie, o que exista gente que crea que las oraciones fueron las que contuvieron la desgracia. Que existan los periodistas oficiosos. Que Ricardo Monreal ande metido en shows mediáticos en vez de gobernar. Que Beltrones, además de ser el presidente del PRI, quiera la candidatura presidencial para 2018. Que el Verde no haya perdido su registro y ahora su ex presidente sea subsecretario de Prevención del Delito. Que existan alcaldes como Hilario Ramírez, quien roba poquito y quien les levanta la falda a las mujeres. Que el panista Guillermo Padrés no sea acusado de enriquecimiento ilícito. Que gente como Carlos Romero Deschamps o el Niño Verde vivan del erario. Que Moreno Valle pretenda ser presidente y tenga el dinero para conseguirlo. Que la máscara del Chapo esté de moda. Que un pueblo celebre el linchamiento de dos jóvenes encuestadores. Que unos niños jueguen al secuestro y maten a su amigo. Que una constructora española, OHL, negocie con el gobierno cómo va a ser la transa. Que el Estado haya tenido que reabrir la investigación de Ayotzinapa después de que el GIEI cuestionó la verdad histórica. O que Peña Nieto se investigue a sí mismo para ver si cometió conflicto o de interés, por el regalo de una casa, es posible porque nos hemos acostumbrando al absurdo y a la barbarie.
Ayer Jesús Silva-Herzog, a propósito de la barbarie, escribió en Reforma: “El imperio de la violencia y el despotismo de la impunidad han cobrado un precio moral extraordinario. Han alimentado un desprecio por la vida de los otros, han trivializado la crueldad, han hecho razonable la profesión de los matones”. El absurdo, diría yo, ha alimentado el desprecio por los políticos, ha frivolizado a la corrupción e intenta hacer razonables las versiones oficiales.