El ADO baja la velocidad y desde lo alto de la carretera veo a Iguala por primera vez en mi vida. A esta distancia, unos 3 kms, la ciudad es un puñado de cemento en lo más bajo de un valle dramáticamente verde, de follaje intrincado y espeso. Miro y recuerdo las cifras escritas en mi libreta de lo que hasta el lunes se había descubierto en este paisaje: “70 fosas, 105 cadáveres”. ¿Cuántas fosas más habrá?, pienso ante los cerros indescifrables.
Basta poner un pie en la ciudad maldita desde la desaparición de los 43 chicos de Ayotzinapa para entrar al desfile de la violencia bajo un sol que fríe el cráneo: de pie con máscaras y uniformes negros, las policías Federal, Estatal y Gendarmería imponen su amenaza, metralleta en mano, con camiones que irrumpen entre gente que sueña una vida normal, niños que salen del colegio.
Entro al Palacio de Gobierno y avanzo en un pasillo oscuro. Un rollizo policía de gorra sorbe su Coca-Cola y con dificultad, como un niño que aprende a escribir, apunta los nombres de quienes llegan a ver al presidente municipal Esteban Albarrán. La puerta que dice “Presidencia” es la misma tras la que despachaba Abarca, alcalde acusado de la desaparición masiva de hace 14 meses.
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Sigo espiando: veo plafones, techos y muros con marcas de fuego, salones que carbonizó el incendio un mes después de la emboscada a los estudiantes. Adelante, en un salón destruido por las llamas, hay alguien intacto: Benito Juárez, que en un viejo cuadro observa adusto las vergonzosas ruinas de su país. Y en la oficina de junto, algunas letras sobrevivientes del fuego: “Señora María de los Ángeles Pineda de Abarca, presidenta DIF Municipal”, promociona a la exprimera dama -hoy en prisión- un lema de festivos colores que cierra así: “Abracemos la esperanza de vivir mejor”.
Bajo a la plaza y me acercó al plantón de maestros que exigen la aparición de los “ayotzinapos”: decenas de fotos atadas a lazos muestran a Leonel, Antonio, José y 40 normalistas más. Los rodea mucho papel picado del Día de Muertos. Nadie se ocupó de quitarlo.
Busco a los miembros del plantón pero aquí no hay nadie. Me agacho y veo recostado a Rodrigo Marín -albañil de 77 años, sin dientes y camisa de otra década-, a quien le encargaron la custodia. “¿Cree que los normalistas estén vivos?”, le suelto. El anciano igualteca farfulla algo y sólo entiendo: “Nadie los va a revivir”. “¿Antes cómo era Iguala?”, le pregunto: “Éramos pobres pero estábamos tranquilos. Ahora sólo somos pobres”.
Me despide con un “ándale buen día” pero antes de irme leo esto en una pintura apoyada junto a él: “Quisieron enterrarnos pero no sabían que éramos semilla”. En minutos, al volver al DF por la carretera donde hace tres días divisé a Iguala por vez primera, la cuenta siniestra sumará una fosa y cinco cadáveres más.
Pero aún lo quiero creer: “No sabían que éramos semilla”.