El sábado pasado, cuando iba camino hacia al auditorio Salvador Allende de la Universidad de Guadalajara, leí que peritos argentinos habían confirmado que una muestra ósea, recogida en el basurero de Cocula, Guerrero, correspondía a Alexander Mora Venancio, uno de los 43 normalistas desaparecidos por la policía de Iguala. No faltaron los periodistas que en su Twitter le aplaudieron a Murillo Karam. Es decir: para esos líderes de opinión el asunto de Ayotzinapa se había resuelto con el hecho de que a los estudiantes los quemaron y que, como lo sugirió el Señor Monex, habría que superar la indignación. ¡Es la violencia, estúpido!, quise escribirle a unos de esos periodistas, pero supe que era inútil; dicen que el pobre hombre está siempre más preocupado en qué botella de vino va a desvirgar.
Una noche antes, el escritor Francisco Goldman me había dicho que a México le urgen nuevos líderes. Frank cree (y estoy de acuerdo con él) que lo mejor que nos podría pasar es que, entre esos liderazgos, aparezca la madre de un desaparecido. “Una madre que entienda el dolor es la única que puede reconciliar a un país tan dolido”, me dijo. “Esa madre está ahí, en las marchas; falta poco para que se asome y hay que seguirla”.
Por soñar con un país mejor, Mujica pasó 14 años preso. La mitad de ellos estuvo aislado y debió hablar con las hormigas para no enloquecer. Entiende, pues, de qué se trata la pinche vida. Nuestra clase política y los periodistas oficiosos, sin embargo, creen que la vida es una botella de vino, un cheque, un avión, una casa, un porcentaje de la licitación, un contrato publicitario, unos calcetines de colores, la corbata con la que saldrán a cuadro… Para ellos, es lo de menos que cada día desaparezcan ocho personas o que, en los últimos 23 meses, haya un promedio de 2.4 muertos por hora. Es una pena que ninguno de ellos aprecien la vida.