Esta mañana, llena de buenos sentimientos ciudadanos, decidí pagar una multa que debía.
Pensé que me llevaría apenas unos minutos obtener una línea de captura en Locatel. No calculaba mi error: en tres ocasiones, antes de conseguir que transfirieran mi llamada, la comunicación se cortó repentinamente. Mientras volvía a marcar, recordé que en uno de sus libros más apasionantes, llamado Lo infraordinario, Georges Perec nos invita a detener nuestra atención en “aquello que pasa cuando no pasa nada”. Hacía más de veinte minutos que el teléfono me daba la oportunidad de ponerlo en práctica.
Me pregunté (como siempre en esas situaciones) si la frase “todos los agentes se encuentran ocupados” era cierta o si aún no había llegado nadie a la oficina. Para colmo el mensaje repetía sin parar una misma cantaleta: “a fin de agilizar su trámite y darle un servicio más eficiente, haga favor de tener con qué anotar”.
En El laberinto de la Soledad Octavio Paz achaca nuestra lentitud a la ausencia de una revolución industrial en México. De la tienda de raya pasamos a la maquiladora y al call center. “De acuerdo. No todos los países son iguales˝, recuerdo que pensé, mientras esperaba hablar con un ser de carne y hueso… pero ¿por qué intentar fingir aquello que no somos? ¿Por qué hablar de “agilidad” y de “eficiencia”? ¿Por qué rendirle culto a dioses en los que no creemos? Quizás mi espera habría sido menos dolorosa si en vez de escuchar palabras como esas que delatan las carencias de los bancos, los hospitales y las oficinas de gobierno, hubiesen puesto en la grabación unos versos de Nezahualcóyotl sobre la futilidad de la vida o de Paz sobre el tiempo circular y el eterno presente.
Media hora más tarde, escucho por fin la voz de una mujer real. Con una calma del todo incomprensible -y sobre todo inverosímil en una persona que ha estado respondiendo llamadas a destajo durante todo el día- me da su nombre completo y pregunta, separando mucho las sílabas, cómo me encuentro el día de hoy. Sí yo le contara…
Al enterarse del trámite que intento realizar, me proporciona información que la máquina me ha dado ya cientos de veces para luego transferirme a una nueva fila de espera donde vuelve a atenderme la grabación de antes.
Tres horas después, ya con la línea de captura, por fin logro pagar la dichosa multa. La visita al banco constituye el relato de un nuevo suplicio: dos empleados para una cola de cincuenta personas.
El importe es de mil setenta y cinco pesos. Le doy a la cajera mil cien y me espeta, muy segura de si misma, que faltan trece. Trato de explicarle que es ella la que debe devolverme dinero pero nada la mueve de su postura. Le recomiendo entonces, de la manera más amable que puedo, tomar un curso de aritmética. Entonces respinga ofendidísima: “no tiene por qué ser grosera”. Pido hablar con el gerente para que aclare el asunto pero ¡oh sorpresa!: acaba de salir a almorzar.
Intento serenarme y, para zanjar el asunto, le extiendo a la empleada un billete de veinte. Ella me devuelve, con la misma seguridad de antes, cincuenta y tres pesos de cambio. Esta vez no digo nada. Salgo del banco desconcertada pensando en la aritmética y en la inutilidad de tantas materias como esa. ¿En qué medida algo de lo que aprendí en la secundaria o en la universidad me capacita para sobrevivir en este mundo sin lógica?
Pienso, sobre todo, en uno de mis maestros, el escritor Daniel Sada, quien se esmeraba en demostrar que nuestro punto de vista sobre las cosas cambia según el lugar y el contexto donde nos encontremos. Como ejemplo utilizaba el ahora conocido chiste de que si Kafka hubiera nacido en México, sus relatos en vez de fantásticos serían considerados crónicas costumbristas.
(GUADALUPE NETTEL / [email protected])