Cuando lo peor había pasado, en el apartamento de Viaducto donde vivía con mi madre y mi hermano la aguja se posó en el LP. De la tornamesa salió el sonido polvoso que envolvía al cantante y su guitarra: como un lobo salvaje que ha perdido su camino / he llenado mis bolsillos con escombros del destino.
“Escombros del destino”, cantaba esa voz ajada.
De a poco, enlutada pero con su vigor indomable, la Ciudad de México luchaba por levantarse del terremoto. Cada día, sin embargo, aún nos atacaban las fotos asfixiantes de pisos comprimidos en escombros de los que manaban cortinas como mortajas que avisaban: aquí, antes de las 7:19 am, hubo vida.
Si por la edad los niños no conocíamos en persona a la muerte, ahí la teníamos: en forma de mano que entre el concreto amorfo emergía flácida porque su dueño suplicó luz antes de la noche final, o como una mujer entre rescatistas pero infinitamente sola en su llanto: abajo, en un rincón de la indescifrable montaña de cemento, dejaba de existir lo que ella más amaba.
Más que ninguna, la imagen con que los niños descubrimos la muerte fue la que repetían los medios: una y otra y otra persona cubierta de polvo sobre una camilla, arrancada sin vida de las vísceras de un edificio mal construido.
Quizá los capitalinos intuíamos que en la desgracia colectiva, aunque nadie de tu sangre o afectos muera, sí se te muere alguien, y por eso la gente en esas filas solidarias levantaba piedras y las pasaba al desconocido de al lado. Aunque la ciudad sea un animal vivo cuyos millones de trascendentales órganos son sus habitantes -cada uno de ellos-, para la memoria eso no basta: si quien murió no impregna a los vivos de su identidad previa, sus pasiones, fortalezas o debilidades, la tristeza es distante y el muerto prescindible.
Por eso, cuando quité el celofán de ese LP blanco y negro, con un tipo de gafas que torcía la boca, pelo afro y guitarra, debí sentir que ahora sí la muerte del terremoto tenía nombre (Rodrigo González). La voz era adolorida y maltrecha, como si a trancazos a ese joven de 34 años lo hubiera curtido el mismo DF que el 19 de septiembre de 1985 lo mató en un edificio de la Zona Rosa, sólo meses antes de que lo oyera en mi tornamesa Gradiente.
Rockdrigo tuvo que venir de la muerte para que escucháramos el único casetito que grabó con técnicas caseras, Hurbanistorias. Si lo oías no había remedio: te ibas hundiendo en las fauces del DF, te devoraba (y a tu chava también) el Metro Balderas, te cercaba la muerte “como un perro en el Periférico”.
“Capital de mil formas de bellezas que se pierden entre el polvo, de tus carros, de tus fábricas y gentes, que se hacinan y tu muerte no la sienten”, cantó Rockdrigo y se equivocó. Se siente desde aquel 19 de septiembre de hace 30 años, aunque el profeta rockero, como él mismo predijo, haya llenado sus bolsillos con escombros del destino.