Julio César García preguntó a su compañera de clases, con la que siempre hacía sus trabajos universitarios en equipo, qué tipo de proyecto iban a desarrollar como estudiantes de ingeniería del Instituto Politécnico Nacional para titularse. Lucero Rosas se puso seria y contestó:
-Uno que no nada más sirva para obtener el certificado.
Pensaron en un montón de alternativas. Se involucraron en varios temas. Estudiaron de esto y aquello. Hasta que una tarde, después de recorrer hospitales, encontraron a alguien que sería clave para cambiarles la vida.
El médico Marcial Anaya estaba estudiando las deformidades craneales. Hasta ese momento nadie había investigado sobre el asunto, por lo que ni siquiera había un estimado de cuántas personas nacen o crecen con malformaciones en México.
A veces vemos personas con la cabeza plana en la parte de atrás o con chipotes en los costados, sus orejas se desproporcionan y los ojos parecen que van a salir disparados de sus cuencas. Eso ocurre porque en la etapa de la gestación el feto tuvo un mal acomodo o, la verdad, por mal cuidado de los padres desde el nacimiento.
Anaya estaba convencido de que la mayoría de las deformaciones podían corregirse antes de los 18 meses, pero necesitaba ayuda de dos profesionales que no tuvieran que ver con la medicina sino con entrenamiento diferente. No hay casualidades: digamos que Lucero y Julio César buscaban a Marcial sin conocerlo y viceversa, y la vida les dio la oportunidad de ponerse en el mismo camino.
Después de más de un año de investigación, de experimentos, de mucha entrega, pasión y amor a su trabajo obtuvieron los primeros datos reveladores: un nueve por ciento de la población padece deformaciones. Tan sólo en el DF unas 144 mil personas tienen ese problema o visto desde otra arista, aquí 18 por cada mil nacimientos tienen alguna desproporción que va de ligera a grave.
Vertieron en el proyecto todos los conocimientos obtenidos en el IPN. Experimentaron con software, hicieron miles de ecuaciones, crearon sus propios algoritmos e intentaron con muchos materiales antes de fabricar un casquito de un elemento parecido al pvc -material que, en ortodoncia, hace las funciones de brackets para corregir los dientes chuecos- y que pudiera costar lo menos posible (seis mil pesos).
Encontraron el apoyo del Instituto Nacional de Pediatría, donde hacen casi todo el trabajo, pero en las semanas o meses que dura la fisioterapia llevan sus seguimiento en un consultorio de la colonia Tacubaya que es propiedad del padre de Lucero. En esa zona de la Miguel Hidalgo a veces los muchachos están limando con una precisión infalible fracciones o milímetros en el interior del casco para ayudar a la forma normal de las cabezas de bebés que son traídos por sus padres de todo el país.
Hay momentos en la vida que no se cambian por nada: Julio César y Lucero han tenido en sus brazos a pequeñitos cuyas cabeza, orejas y ojos fueron reorientadas a su lugar natural. De 2012 a la fecha están cambiando la vida de unos 60 niños que dejarán de sufrir bullying por su aspecto físico mientras sus capacidad intelectual no se verán mermada. Ah, porque está comprobado que conforme es mayor la deformación, las capacidades se limitan.
Y como la vida es justa, los alumnos del Poli han recibido un galardón especial en los Premios Iberoamericanos a la Innovación y el Emprendimiento 2013, que otorga la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB) con sede en Madrid, España por el diseño y producción del casco ortopédico pediátrico. Ese reconocimiento les ayudará a crear su empresa y todavía no cumplen 25 años.
(ALEJANDRO SÁNCHEZ / @alexsanchezmx)