Ese microbús también trae vida, por @afuentese

Directora editorial de máspormás, periodista, trashumante y mamá. Viaja en #taxi y a veces se siente chofer de microbús.

No me gustan los microbuses y los evito a toda costa. Mi madre, a sus 70 y pocos, de repente aún se atreve a usarlos, pese a mis encarecidos ruegos para que evite esos “féretros rodantes”.

Destartalados, sucios y minúsculos –con el índice de obesidad que nos cargamos, que es el único que parece subir sin control en este país, siento que cada vez se encogen más los espacios de transporte público-.

Pues resulta que hace unos días me subí a uno. Fue inevitable. Estaba parada en una esquina esperando #taxi cuando un féretrodesos no sólo hizo alto frente a mi, sino que la puerta (tremendamente angosta, ¿o ya me siento Alicia la de las maravillas?) quedó justo frente a mi persona, sólo hacía falta dar un pasito (que no pensaba dar) para abordarlo.

Fue cuestión de segundos, y lo recuerdo como entre sueños, pero cuando menos supe, ¡ya estaba adentro!

Entiéndanme: NO-PUDE-EVITAR-SUBIR.

Me sentí con la obligación moral de hacerlo cuando el señor que estaba parado junto a mi hizo una amable inclinación –conocida como reverencia-, y con un elegante movimiento de mano me invito a ascender al vehículo, señalando que era mi turno de subir (o quizá dijo que me cedía su turno, no lo sé). Fue tal la sorpresa y desconcierto, que sentí que me subían a una carroza (pero no fúnebre, sino de esas de calabaza propias de quinceañera cursi).

Y de pronto ya había trepado y la carroza volvió a su ‘estado natural’: una lata vieja. El arrancón clásico del chofer me sacó de mi ensueño y rápidamente busqué de dónde asirme para no caer, con ese resabio que queda luego de mis muchos años de transporte microbusero de mi etapa de estudiante de educación media.

De una rápida ojeada encontré el asiento que me pareció menos incómodo; el menos pequeño y apretado, en el que pudiera desplomar mi humanidad.

Junto a mí un señor “camino a la chamba regresando de comer”, todo trajeado y trabajando con su celular. Del otro lado, un mensajero que apenas si podía con el equilibrio entre alma y cuerpo cansado, cargando unos 30 paquetes envueltos en papel kraft.

Frente a mí, una chava comiendo el que me pareció el mejor wrap de la vida, disfrutando amena charla con otra que disfrutaba su chai latte lait (según leí en el vaso adornado con carita feliz).

Apenas había dos personas de pie, sobreviviendo entre su ejercicio de equilibrio y el acomodo de sus cuerpos, “váyase recorriendo y acomodando en doble fila seño”.

Gente leyendo, gente hablando o jugando con el celular.

Gente que sobrevive buena parte de su día a día en este lugar, en esta vena del transporte público que resulta casi una casa rodante frente a los embotellamientos imposibles y la salvaje conducción de sus choferes.

Y veo al chofer y recuerdo que me identifico con él: hay que tener temple para no enloquecer cuando ruedas por esta vida.

( Alma Delia Fuentes)