“Esta columna no menciona a los maestros”, por @Felpas

En Facebook me invitan a que le ponga “me gusta” a la página de una joven pintora mexicana. En su foto parece estrella de cine. De esas que uno no ve caminando por la calle sin que un camarógrafo les rinda homenaje. No pienso regalarle mi valiosísimo “like”, pudiendo destinarlo a causas donde sin duda será súper útil como la niña rubia que pide dinero en la calle o detener la deforestación del Amazonas, así que antes leo su información (más por morbo que por otra cosa): “Biografía. Es una de las mujeres más reconocidas de la socidad [sic] mexicana, además de su belleza y estilo, su talento como artista plástico le ha dado grandes satisfacciones que se reflejan en sus exposiciones, subastas, ventas a beneficio y presentaciones internacionales.” Menciona que es una de las jóvenes más bellas y mejor vestidas de la sociedad. Etcétera.

Mis opiniones sobre arte (y en general sobre cualquier tema) son completamente frívolas y sin sustento, por lo que no puedo emitir ningún juicio sobre la calidad de sus cuadros. Supongo que podrían adornar bien alguna de las paredes de mi loft en Polanco… si yo tuviera un loft en Polanco. El hecho es que independientemente de su valor artístico, o el trabajo que ella invierta en dar pinceladas, me da la impresión –malsana, lo admito– de que la tuvo fácil. No digo que pintar un cuadro abstracto no tenga un alto grado de dificultad o de reflexión profunda, pero sé que detrás de ella hay centenares, sino miles, de pintores con por lo menos el mismo talento (no digamos con más talento) que al final tienen que abandonar su carrera para vender seguros, bienes raíces, o tachas. Es una de las perversiones de nuestro sistema. El mérito personal o el talento importan en menor medida que ser hijo de, o ser amigo de. En ese entorno, las plazas ya están heredadas desde el nacimiento. Nuestra alta burguesía y clase política se perpetúan en la medida en que la competición por el talento y los méritos sea sólo entre ellos, y bajo sus propios parámetros.

Los que estamos afuera de ese círculo, básicamente hacemos méritos en el renglón que nos corresponde. Si este país fuera el Titanic (no insinúo que se vaya a hundir, para nada), podríamos sin duda alcanzar alguna modesta felicidad viviendo en la segunda o tercera clase: ya me acomodé en mi pequeño catre y las personas que me rodean son divertidas, bailan, cantan y beben cerveza (¡se ven tan lindos los icebergs desde mi ventanuco!).

Desde hace unos 10 años, el periodista Carlos Mota, que por entonces escribía en Milenio Diario (y colaboraba conmigo en la revista Expansión), de tanto en tanto avanza en una batalla que tiene casada contra un gremio al que, con argumentos, acusa de corrupción, ineficiencia, monopolio y sobre todo, de heredar las plazas de padres a hijos: los notarios públicos. Entiendo que la respuesta gremial fue hacerle absurdamente difíciles algunos trámites: el equivalente de bloquear alguna avenida a los ciudadanos.

No todos los ámbitos son así, hay que reconocerlo. Afortunadamente hay empresas en las que se puede escalar posiciones a pura fuerza de preparación constante, de evaluaciones rigurosas, y trabajo duro y honesto. Pero son como botecitos salvavidas en el mar del compadrazgo y la autocomplacencia, y su cultura corporativa suele ser importada.

Me pregunto qué ocurriría en un futuro disfuncional (e improbable) en el que se implante la verdadera meritocracia y se igualen las oportunidades para todos los mexicanos. ¿Los afectados harían marchas para defender los privilegios que van a perder? ¿Paralizarían la ciudad? ¿Dejarían de cumplir sus funciones para protestar en el Zócalo? ¿Pedirían likes en Facebook?

(FELIPE SOTO VITERBO)