La memoria es selectiva: registra mejor lo anómalo, lo desconcertante. Lo esperable, en cambio, lo manda al olvido. Quizá por ello, de mis maestros guardo pocas enseñanzas. En cambio, recuerdo con detalle las barbaridades que también nos enseñaron, tratándolas de pasar por verdaderas. Mi profesor de segundo de primaria nos dijo que los rincones de las casas podían guardar sonidos por muchos años, y de repente esos sonidos se liberaban. De ahí era que pensáramos que en las casas había fantasmas, pero que los fantasmas no existían. Para demostrarlo, nos recomendó gritar en una botella y taparla; cuando la abriéramos podríamos oír de nuevo nuestro grito. Por mucho tiempo intenté repetir el experimento, y pensé que yo lo hacía mal, hasta que, años después, vi que eso era una patraña. Mi maestra de cuarto sí creía en los fantasmas, en el diablo y en los exorcismos. Muchas de sus clases se destinaron a resolver esas cuestiones teológicas. Estaba en su apogeo el rumor de que si tocabas al revés los discos de heavy metal oías misas negras. Ella aseguraba haber hecho el experimento, y que era totalmente cierto. “Cuando los pones al revés oyes las misas negras en otro idioma.” Eso era científico. El profesor de quinto nos habló de las profecías de Nostradamus, el de sexto afirmó, con toda solemnidad, que el hijo que nace de primos sale con rabo de puerco; pero nunca nos mencionó nada de Cien años de soledad, que yo recuerde. Todos mis profesores, llegadas la fechas, nos relataron con total convicción eventos históricos de dudosa existencia: desde la batalla de los Niños Héroes, a las apariciones de la virgen de Guadalupe. Mi enseñanza fue toda en escuelas católicas. Me enseñaban la teoría evolutiva a la par que el cuento del Génesis; la educación sexual con el señalamiento de la inmoralidad (no fornicarás). Los rusos eran “rojillos”, comunistas, y horror: ateos. La situación dictatorial y el atropello a los derechos humanos era lo de menos: en nuestro país había “paz social”. El ser humano era el Rey de la Creación: podía explotar los recursos del planeta. Infligir dolor físico y humillación a los niños malportados o que hubiera niños favoritos que se quedaran a dormir con los religiosos, eran cosas buenas. La homosexualidad era una enfermedad mental y podía curarse. La depresión no era una enfermedad mental, era un estado de ánimo. La vocación más importante era la del sacerdocio; después, el matrimonio. Por supuesto, acabé por renegar de todo eso. La enseñanza más profunda no la dan la memoria o el ejemplo, sino el absurdo o el error. La primera produce zombies, la segunda fanáticos. El absurdo y el error llevan al pensamiento crítico. La última: una profesora en la prepa nos dijo que la literatura sólo era tal si cumplía estas tres condiciones: ser lúdica, ser sinfrónica (sic) y ser comprometida. A la fecha no sé qué significa “sinfrónico”. También dijo que ninguno de nosotros, sus alumnos, podría jamás ser escritor. Le doy toda la razón.
(FELIPE SOTO VITERBO)