No bien pasa el furor ornamental de Halloween, que todo lo tiñe de naranja, se empiezan a ver los primeros signos de esa bella época en la que la segunda persona del singular pasa de ser “tú” a “tú y los tuyos”. Los villancicos (la palabra es colombiana y quiere decir “villanos chiquitos”) inundan los centros comerciales en versiones imposiblemente posmodernas; las Suburban se engalanan con cuernos de reno de peluche; el tráfico arrecia; el músculo duerme, la ambición descansa (Gardel dixit).
Puesto que soy de Coapa, mi relación con el invierno, las fiestas decembrinas, el fin de año y el Día de Reyes es, por decir lo menos, conflictiva. Desde luego, he vivido algunos inviernos de esos fílmicos, en los que la nieve amilana la ojetez del prójimo y uno va como idiota pidiendo deseos a los más aleatorios fenómenos climáticos. Este año me tocará uno de esos inviernos, a 30 grados bajo cero, y debo decir que desde ahorita ya estoy, jamaicón de mí, extrañando el ánimo festivo y la buena voluntad de las gentes que caracteriza a estas fechas en Calzada de las Bombas (¿o será que idealizo mi pasado?). No lejos de ahí, el Juguetibici del castillito se alzaba, durante mi infancia, como una promesa navideña que jamás sería cumplida, pues en general Santaclós me traía siempre una bolsa de abatelenguas, un carrete de hilo beige o un paquete de papel bond satinado: pura materia prima para la imaginación indómita del infante clasemediero.
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Está nevando y soy de Coapa. Es decir, no estoy listo para esto. Entre las experiencias propedéuticas chilangas que puedo enlistar para este clima sólo alcanzo a pensar en cierta vez que todo el Valle de México amaneció cubierto de ceniza y, en esa colonia residencial cerca de Acoxpa cuyas calles tienen nombres de equipos de futbol (siempre me sorprendió que Club Necaxa se convirtiera en Botafogo al cruzar una avenida), vi unos niños que amasaban con agua la ceniza recogida de los coches y se la lanzaban unos a otros como si se tratase de bolas nieve —escena triste y más bien apocalíptica que llevaré conmigo hasta la tumba—. La mejor Navidad que pasé en Coapa (dios mío, qué deprimente esta columna) consistió en emborracharme a mediodía en un tugurio secreto e ilegal que había cerca de la Glorieta de Vaqueritos, para después comprarme una bolsa de pescuezos de pollo con salsa Valentina y meterme en un cine mediano a ver una deleznable película sobre el Grinch.
Vivir en el Fovissste de la colonia Alianza Popular Revolucionaria, junto a la heroica Alameda del Sur, me vacunó de por vida contra cualquier posibilidad de entender —no hablemos ya de disfrutar— los últimos dos meses del año, que tienen un molesto aire escatológico (uso la palabra en referencia al final de algo, no necesariamente —aunque también— del proceso digestivo).
Oriundo como soy de un lugar en el que envuelven a los niños en una chamarra rellena de pan Bimbo cuando hace menos de 15 ºC, el frío intenso, para mí, es una afrenta tan hostil y tan contraria a la vida que todo el tiempo quiero achacársela al gobierno en turno.