Un amigo me lee un fragmento de las crónicas japonesas del poeta José Juan Tablada luego de subirnos a un vagón del Metro que nos va a llevar de las afueras de Tokio a la estación de Sinjuku, uno de los polos urbanos de esta ciudad sin centro.
El fragmento de la crónica pinta a un niño visto en la calle y reflexiona sobre la felicidad de los infantes japoneses, asunto que me tocará presenciar un día después, cuando por casualidad me encuentro en un parque, frente a una escuela de soccer. Pero no es la alegría del juego lo que me impresiona, sino la orquestación de los equipos infantiles, como si jugaran en un tablero, o mejor, dentro de un videojuego.
Tablada fue testigo de grandes pompas fúnebres, una ceremonia del té, festivales religiosos, el teatro, una celebración del 4 de julio, día de la independencia estadunidense. Yo, en cambio, sólo soy testigo de una escena en el Metro. Han pasado dos guerras mundiales, dos bombas nucleares y varias revoluciones tecnológicas. En comparación con las descripciones de Tablada de un lugar único, lo que está frente a mi es una imagen de la globalización.
En este viaje a Japón terminaré pasando muchas horas en el transporte público. Sumidos en un silencio absoluto, todos los pasajeros miran la pantalla de su celular.
Y aún así, en 20 horas de vida japonesa, como dice el mismo Tablada al llegar a Tokio, se han acumulado sensaciones que van a necesitar varios meses para poder digerirlas. Por ejemplo, esta que involucra una peluquería.
He salido del Metro en busca de un lugar para cortarme el pelo y la barba. Es urgente porque llevo varias semanas sin encontrar el tiempo para hacerlo y sólo el respiro de este viaje y mi aspecto desastroso hacen necesario encontrar las tijeras. He tratado de ir a una de las barberías de Omote-sando, el barrio de moda. Se trata de uno de esos establecimientos hipster que se han extendido desde Brooklyn hasta la colonia Roma, pero hay que hacer reservación mucho tiempo antes, y no me reciben.
Caminando sin rumbo cerca de Sinjunku, veo un cilindro de barbero del tamaño de un bote de basura. Me asomo y veo una peluquería de barrio atendida por unos hermanos que deben pasar los 60 años. El lugar está encapsulado en el tiempo. Después de una señas, el barbero sabe que debe domar la mata de pelo y vello y se aplica con las tijeras de forma decidida, sin arte, pero con gracia.
Cierro los ojos. Se escucha una radio sintonizada en una estación de AM que transmite, supongo, un juego de beisbol, pues la voz de los locutores es inconfundible, así como el sonido del bat cuando le pega a la pelota.
No es el mejor corte que me han hecho, pero sí es uno que me recuerda a la peluquería Excélsior, a la que me llevaba mi padre cuando era niño. Me cobran 1300 yenes, como 150 pesos.
Esta es otra forma extraña de la globalización, una que me agrada.
(Guillermo Osorno)