Hacía mucho que no disfrutaba tanto pasear por las librerías como el domingo pasado. A donde quiera que iba, me encontraba con ejemplares apetecibles. No sólo de autores contemporáneos y talentosos de todo el continente, sino libros que había buscado durante mucho tiempo, como Isaac Bashevis Singer, Bruno Schulz, Kurt Vonnegut, Natalia Ginzburg, las primeras novelas de Philip Roth y de Saul Bellow, por mencionar algunos. En las mesas de entrada encontré por supuesto a las grandes editoriales españolas como Siruela o Anagrama, pero también a las independientes de toda América Latina, desde Sexto Piso y Almadía hasta Bajo la luna y Cuenco de plata. La cabeza empezó a darme vueltas. Recordé el impresionante inicio de Si una noche de invierno un viajero, donde Italo Calvino describe la intimidación que uno puede sentir en una buena librería: “Ahí están los libros que siempre has querido leer y que nunca has comenzado, los libros que tienes la intención de leer pero después de haber leído otros, los libros demasiado caros, los libros que alguien puede prestarte, los libros que todo el mundo ha leído y, por eso, es como si tú también lo hubieras hecho, los libros que te inspiran una curiosidad imprevista, frenética y no del todo justificable…”.
Mi casa está invadida de libros. Hace meses que se desparraman en doble fila por el librero. Los guardo en los cajones y en las mesitas de noche, en maletas, en cajas y en el armario destinado a mi ropa. Sé, desde hace meses, que debería invertir en otro librero y no en otros volúmenes. Aun así, el domingo fue imposible resistirse. Salí de ahí cargada de bolsas con mucho más material del que podré leer en los próximos años, como una bulímica que acaba de asistir a un festín y aún no se arrepiente. Luego me desperté o, mejor dicho, dejé la Feria del Libro de Buenos Aires. Nada de esto habría ocurrido en mi ciudad.
(GUADALUPE NETTEL)