Papá llevó la novela De perfil y habló de su autor, José Agustín, con la misma facilidad que Santana tocaría la guitarra. Despuesito papá agarró camino para otros rumbos y yo no quise leer a José Agustín porque me recordaba la ausencia de mi padre. Fue hasta finales de la prepa que el profe de literatura nos pidió pegarle el diente a La tumba o De perfil. Por ese tiempo, yo tenía un conflicto, digamos, cultural: la mayoría de mis compañeros eran fresas y se esmeraban a hablar como si trajeran un diccionario bajo el brazo; yo, en cambio, era el chico del barrio que hablaba mentando madres (aún lo hago), el que usaba palabras como chale, cámara y simón porque en mi mundo no se conocían otras, y era el que tenía un acento con aroma a grafiti. Era un pinche chilangazo en la UNAM.
Leí De perfil en el pesero y en el metro. Las andanzas del protagonista, un adolescente valemadrista de los años 70’s, me hicieron creer que yo también me ligaría a la chica popular de la prepa, que no tardaría en sufrir por falta de cigarros y que, ante la falta de un jardín en casa, la azotea debía ser mi refugio. Lo que más me embrujó, sin embargo, fue el lenguaje coloquial y las historias de los personajes, enganchados a las drogas, los excesos y el sexo. Bien decía papá: este cabrón no se anda con pudores. Entonces comprendí que el barrio también era cultura. José Agustín, sin proponérselo, me ayudó a sortear esos tiempos con buen rock and roll.
Todo esto hubiese querido contarle a José Agustín cuando lo conocí en Guadalajara, hace cosa de dos años. No lo hice, primero, porque después de la obra de teatro donde escribió el libreto fue bombardeado de entrevistas y me pareció inhumano platicárselo camino al hotel. Y no lo hice porque pensé que, en algún momento, durante la cena, tendría la oportunidad, pero José Agustín y la divina Margarita prefirieron subir a su habitación: la cojera estaba arruinando al escritor (en Puebla, el 1 de abril de 2009, se había caído de un escenario: se fracturó seis costillas, la pierna derecha y el cráneo; cosas de la fama, pues).
Hay veces que quisiera decirle a Andrés Ramírez, mi editor en Random y uno de los tres hijos de José Agustín, que me lleve a Cuautla para platicar con su viejo. Pero siempre me avergüenzo. Quizá en algún momento agarre valor y se lo pida.
Hoy sólo quería hablarles de José Agustín porque ayer lunes cumplió 69 años; porque aun cuando nunca falten los envidiosos y lo critiquen, en sus novelas o en sus guiones cinematográficos ha retratado a un DF que puede añorarse cuando arrecie la violencia; porque su serie de la Tragicomedia Mexicana son libros de cabecera, más hoy que el PRI trae los colmillos ensalivados; porque el chilango que se precie de serlo debe leerlo; y porque hace poco, cuando volví a ver a papá, quedamos de hablar un día de José Agustín.
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(Alejandro Almazán)