Hace días he querido escribir sin prejuicios y con equilibrio –algo imposible como ver jugar a Messi y no aplaudir– sobre la fiesta de cumpleaños de Diego Fernández de Cevallos, festejado por los expresidentes Carlos Salinas y Felipe Calderón, los empresarios Carlos Slim y Olegario Vázquez Aldir, dos secretarios de Estado del gobierno peñista, el arzobispo Norberto Rivera, y otros hombres de negocio y personajes de la política mexicana. El país –la gente común– acechó esta celebración privada gracias a Xóchitl Gálvez y su último periscopazo, término horrendo y proporcional al efecto que provocó quizá en millones –algo así como saber que el monstruo de Ness existe y un día verlo chapotear en Chapultepec–, que como despertada por un mazazo confirmó que los destinos de una nación y sus habitantes pueden estar en manos de la concurrencia alrededor de un pastel.
Desde luego uno es libre de hacer las fiestas que desee y de invitar a quien se le venga en gana, pero ese no es el punto al que quiero acercarme. Xóchitl Gálvez nos obsequió una foto de familia que tiene el poder de traducir lo que es este país y cómo ha cobrado forma en los últimos decenios; no se trata de una instantánea, sino de un retrato macerado a través de los años: como ver Los tres mosqueteros y redescubrirlos tiempo más tarde en Veinte años después.
Los millennials que desconocen esta parte de la historia deben saber que todo empezó hace 28 años, con el resultado oficial de las elecciones del 88, cuando Maquío, el carismático candidato del PAN, se unió a Cuauhtémoc Cárdenas en las denuncias de fraude contra Salinas, en sentido opuesto a otros panistas.
Entonces apareció en escena un personaje inteligente, audaz y polémico, un joven abogado panista llamado Diego Fernández de Cevallos. Fue él –y no Bartlett como existe la creencia popular– quien dijo que el sistema electoral se había caído, en su tarea de comisionado del PAN ante la Comisión Electoral Federal.
Este momento de crisis nacional representó una oportunidad para el PAN, que selló un pacto con Salinas para que, a cambio de legitimar la elección, presentara una serie de reformas que los panistas habían impulsado de manera infructuosa durante años.
Hay cosas improbables que, cuando suceden, suelen ser profundas y su efecto, explosivo: Salinas, el más panista de los priistas y Fernández de Cevallos, el más priista de los panistas, se encontraron en ese momento y sus vidas –sus ambiciones, sus planes, sus intereses– se fundieron como si se tratara de dos almas gemelas.
Fernández de Cevallos llegó a la Cámara de Diputados en el segundo trienio de Salinas y desde la jefatura de la bancada del PAN fue arquitecto de las reformas salinistas en el Congreso. En el libro Transición, el panista de las barbas de Maximiliano le dijo a Carmen Aristegui:
“Don Luis (H. Álvarez, presidente del PAN) llevó el diálogo con el presidente. No sé si tuvo una o dos docenas de encuentros durante el sexenio. Yo, posiblemente cien o doscientas, porque era quien operaba todas las cuestiones de orden práctico”.
El guión dictado por Salinas a Fernández de Cevallos en Los Pinos dio forma en el Congreso a un inseparable binomio PRI- PAN que aprobó un número impresionante de propuestas, entre ellas las que privatizaron el ejido, hicieron posible el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, restablecieron las relaciones entre México y El Vaticano, y decretaron la destrucción de las boletas del 88, la única prueba documental sobre la que descansaba la legitimidad de la controvertida elección.
“Nadie podría beneficiarse con escudriñar papeles que nada dicen y menos significan”, dijo Fernández de Cevallos sobre los millones de votos del 88, al confirmar la anuencia del PAN a que se quemaran los papeles de la elección. Su cercanía con la presidencia de Salinas era tan estrecha que se le conocía con el mote de “la ardilla”, porque no salía de Los Pinos, hasta un día en que el diputado priista Enrique Chavero lo atrajo a las últimas hileras del salón, una zona conocida como “El Bronx” donde convivían los diputados priistas menos solemnes y más desmadrosos.
–¡Abran paso a El Jefe! –Chavero fue a su encuentro y lo abrazó. Desde ese día, todos lo llamaron El Jefe Diego.
De la mano del PAN y la guía de Fernández de Cevallos, en el gobierno priista de Salinas el país adoptó el neoliberalismo, estrenó una ley electoral que comenzó a extender sus privilegios al PAN y al PRD, y atestiguó una enloquecida espiral de privatización de las empresas públicas. En esos días –narra Diego Osorno en su libro más reciente– el presidente Salinas convenció a regañadientes a Carlos Slim de comprar Telmex: si el magnate no era prestanombres de Salinas, el presidente sí se esmeró en el papel de vendedor del monopolio más grande del país.
Desde entonces la vida de los asistentes al pastel de cumpleaños del Jefe Diego tomó un cauce marcado por la fortuna: Slim comenzó a acumular el capital que años más tarde lo convirtió en el hombre más rico del mundo y el despacho de Fernández de Cevallos se hizo favorito de políticos y gobiernos: el inicio de una suerte de prolongado performance nacional en el que con los años el neoliberalismo ha hecho más ricos a los ricos y más pobres a los pobres.
Con la alternancia panista en el año 2000, el concepto de sistema perdió el sentido que durante décadas le había otorgado una identidad priista y se extendió al PAN, al PRD y al resto de los partidos. ¿Qué significó esto? Que todos los partidos adoptaron un conjunto de arreglos institucionales heredados por los gobiernos del PRI, que permite que el país sea gobernado por reglas no escritas perpetuadas por un régimen que ha sido funcional a un sistema de intereses y privilegios.
Un sistema de intereses al que se han aliado casi todos los medios de comunicación, cuyos propietarios hoy son dueños de bancos, líneas aéreas, hospitales, constructoras y negocios de telecomunicación. Al cumpleaños 75 de Diego Fernández de Cevallos asistieron tres de los periodistas más afines al gobierno de Peña: Ricardo Alemán, Ciro Gómez Leyva y Carlos Marín.
Las imágenes del cumpleaños de Fernández de Cevallos son brutales: una cosa es saber que el monstruo existe y otra es mirarlo y descubrir cómo se ha reproducido y que pese al paso del tiempo sus crías se mantienen juntas en el mismo navío: los Slim, los Salinas, los Beltrones, los Vázquez Aldir y los Vázquez Raña; los Gamboa Patrón, los Fidel Herrera, los Duarte, los Calderón, los Fernández de Cevallos. Ellos, sus hijos, y los hijos de sus hijos, beneficiados por un sistema esencialmente de intereses y de impunidad.
La fiesta del Jefe Diego es la metáfora devastadora de un país en manos de unas cuantas familias.