Hay dos formas de cautivar al público con una pieza literaria (o teatral): mediante una historia fantásica, fuera de lo ordinario, que le presente al espectador o espectadora realidades insospechadas a partir de situaciones que distan mucho de su circunstancia personal.
La otra es mediante la representación de vidas simples, comunes y corrientes, en las que se desnuda el universo particular de los personajes con fuerza, complejidad y emoción suficientes, como para lograr que el público empatice con las “pequeñas” tragedias de la situación que tiene frente a sí.
Personalmente soy mucho más afín al segundo tipo. El mundo interior de los individuos es lo suficientemente fascinante e insondable como para poder tejer un conflicto que logre sostener una trama. Si además, el escritor o escritora, tiene la suficiente inteligencia como para presentar la vida ordinaria con humor, los efectos son aún más notables. A esta estirpe pertenece la obra de teatro Más pequeños que el Guggenheim, del dramaturgo veracruzano Alejandro Ricaño.
Para aquellos que hayan conocido la obra de Ricaño a través de las obras de teatro que montó en producciones mayores y con elencos más célebres (Cada vez nos despedimos mejor con Diego Luna y Un hombre ajeno con José María Yazpik), han de saber que esta obra fue escrita y montada primero, y le dio a Ricaño un reconocimiento muy elevado por parte del público más afín a los círculos teatrales más avezados.
La obra, que ahora goza de una nueva vida en el Teatro Milán, es un alarde de buen humor, inteligencia y escritura teatral.
El coro de voces que utiliza Ricaño para tejer sus historias le imprime a los montajes un dinamismo y una flexibilidad para cambiar de situaciones, ambientes y tonos envidiables.
La historia es sencilla: dos hombres sin ningún otro talento particular que el de confiar en sí mismos, a pesar de la apabullante evidencia que la vida les ha puesto enfrente, deciden montar una obra de teatro. Sin presupuesto, guión o experiencia, se ven obligados a contratar a un actor improvisado (de nombre Jamlet) y a incluir, por esa extraña energía que une a las almas en pena, a un alvino de capacidades sociales cuasi atrofiadas.
El desenlace catastrófico es previsible, pero en el camino Ricaño nos muestra la fragilidad de los personajes expuestos ante el evidente fracaso y supuesto sinsentido que anega sus vidas, al mismo tiempo que tiñe la trama de un vínculo solidario entre los “perdedores”, entrañable hasta la médula. “Ganar es de perdedores” le escuché decir a un célebre artista amigo hace unas semanas.
La obra de Ricaño parte de este supuesto y muestra, en los inmisericordes territorios del fracaso en los que se desempeñan la inmensa mayoría de los esfuerzos humanos, cómo lo único que nos puede salvar del naufragio es por una parte, la asociación fraternal y, por el otro, la irreductible voluntad de, como decía Samuel Beckett, fracasar de nuevo, fracasar mejor.
(DIEGO RABASA / @drabasa)