“Me río porque no los conozco”, dijo Homero sobre un video de accidentes fatales en automóvil (y no hablo del Homero rapsoda que dominó tres milenios de literatura occidental pero que ahora ha sido enviado a la página 302 de resultados del Google, sino del patriarca de los Simpson que lo sustituyó como centro referencial del mundo).
Homero Simpson nunca destacó por agudo pero sí por gracioso. Y parte de esa gracia consiste en la evidencia de que todos somos homéricos (simpsoneanos) ocasionales. Las redes sociales son una colección de reacciones homéricas. Basta asomarse al TL de cualquiera cuando pasa algo grave, como un accidente mortal o matanza. “Este pendejo se electrocutó por tratar de arreglar su antena de tele”, informa alguien junto al enlace de una nota roja en la que, efectivamente, se consigna una muerte en esas circunstancias. También: “Es que se sale a la calle con un vestidito que no le tapa ni las amígdalas. Así cómo”, arguye otro ante la nota de una violación.
Esa ligereza (y digo ligereza porque es un comportamiento ligeramente imbécil) no excluye, desde luego, asuntos de mayor envergadura. Pienso, sin ir más lejos, en el ataque contra los normalistas de Ayotzinapa, que si bien dio pie a una ola de repudio como rara vez se ha visto en este país (tan dado a la indiferencia), también significó la oportunidad para que algunos seres nos dejaran saber su alegría. O la titubeante justificación: “Se lo buscaron por andar de revoltosos”.
Otros, como si el mundo se encontrara a la espera de sus reflexiones, nos obsequian ante la tragedia con toda clase de sesudos análisis que piden “ir más allá de las muertes” y cuyos emisores parecieran adquirir repentinos dotes de geopolíticos, psicólogos de masas y lectores del aura del biopoder. No, no importa si el único talento conocido de los comentaristas en cuestión es que les quedan buenos los waffles con queso: a la hora de “leer” el Oriente Medio o los intríngulis de Corea del Norte, no hay quien se les equipare. Son unos Zizek en pantuflas, listos para pronunciarse “en profundidad” y burlarse de quien, azorado, se lamenta de una muerte. Sus argumentos suelen ser vacuos y no pasar del “se lo buscaron” o, incluso más lerdamente, del “pues sí, qué mala onda pero también en Somalia [o Trinidad o Toluca] hay muertos y nadie dice nada”. Los lanzan como si fueran oráculos y ay de quien retobe.
No: lamentarse no “reinterpreta” ni “relee” ni “abre nuevos horizontes”. Es un estremecimiento, mera empatía ante la muerte de alguien que, al menos biológicamente, es como uno. ¿De cuándo acá resulta que todos somos Zizek y nos urge explicarles a nuestros “contactos” los motivos de un homicida como si fuéramos el MP que debe dictaminar su situación jurídica o el psiquiatra que dará seguimiento al expediente? ¿Por qué, antes que mostrar el natural horror ante un homicidio, queremos dárnoslas de conocedores en materias de las que, sinceramente, sabemos poco?
(Antonio Ortuño)