Empieza a ser una constante en mi vida ese momento en el que debo dejar mi departamento y buscarme otro porque los vecinos, la casera o “alguien misterioso” ya no me aguanta. Tristemente, me he convertido en un migrante en mi propia ciudad, en un nómada posmoderno que los últimos años ha pasado por la Ignacio Zaragoza Poniente, la Zona Rosa, la Juárez, La Campestre y Los Reyes, Coyoacán.
No puedo negar que me dan un poco de envidia las personas que tienen casa propia, así como no me dan envidia las deudas que hay que contraer por 20 años para pagarte una. Rentar es mi sino, porque sé que en esta vida todo es prestado.
La última vez que me mudé salí despavorido de la Campestre Churubusco, donde la vecina de abajo, esposa del pusilánime Flanders, decidió que yo no podía vivir ahí. Decía lo que me han dicho todas las mujeres que han vivido cerca de mí, desde mi madre hasta la última casera: que hago mucho pinche ruido por las noches.
La vecina loca me tocaba por el interfón para decirme groserías y estoy seguro de que fue ella quien derramó aceite de mi puerta a las escaleras para que, al salir, resbalara y muriera accidentalmente. Finalmente, unas semanas después del fallido intento de asesinato, unos ladrones rompieron la puerta de mi departamento ubicado en el tercer piso del edificio (de esos que tienen portera y puerta siempre cerrada) y durante un rato estuvieron ahí destruyendo mis guitarras y se robaron mi computadora y otras cositas sin que nadie escuchara nada en todo el edificio. Supongo que los vecinos no son tan sensibles al ruido de día como en las noches.
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Encontré un lugar muy bonito después del traumático robo de mi departamento en la Campestre y me mudé a Los Reyes, Coyoacán, donde mientras yo vivía el lustro más bello de mi vida, parece que mi casera y también vecina de abajo vivía el más horrible de su existencia. Yo siempre he pensado que su vida ya era horrible desde antes de que yo llegara, pero sin duda mi presencia ahí le dio la coartada perfecta para justificar su insondable frustración. Me echa la culpa de todo lo que le molesta. Ha sido una persona grosera y malvada de un modo bastante pedestre, por lo que desearle el mal no tiene ni siquiera sentido, porque ya lo tiene.
Mi departamento ha sido un lugar que hemos disfrutado mucho mis hijos, mis amigos y yo, con todo y los alacranes y los fantasmas y las broncas eléctricas, pero yo mismo debo decir que es bastante ruidoso. Desde tiempos inmemoriales los días menos pensados y sobre todo los festivos, los devotos habitantes del pueblo de Los Reyes o del barrio del Niño Jesús salen en sus tradicionales procesiones a hacer explotar cientos de cohetes, que hacen aullar a cientos de perros, mismos que cada noche ofrecen varios recitales de ladridos. Desde hace un par de años empezaron a construir una casa enfrente y hace unos 8 meses otra al lado, así que los martillazos, taladros y el playlist “albañil collection 2016” no han parado en meses. En casa de la casera suelen ver televisión las 24 horas a todo volumen y en la calle a media cuadra hay un tipo que tiene día y noche un televisor prendido a todo volumen que da a la calle, pero resulta que el pinche ruidoso que ya no puede vivir ahí soy yo.
Está bien, me digo resignado, mientras desarmo mi hogar portátil para llevármelo a otro lado y arranco las raíces que uno hace aunque no quiera. Me voy no porque quiera irme sino porque me echan. Pero recordando al viejo y sabio Diógenes, así como la casera me ha condenado a irme, yo la condeno a quedarse. Un día cuando yo ya no esté se dará cuenta que ese ruido que tanto la jode lo trae en el alma.
Y yo, pues como siempre, a chingar a mi madre. Destino último de todo habitante de esta ciudad, de este país, de este mundo. “La mudanza nunca termina”.