No hay que olvidar que en 1993 el gobierno federal decidió quitarle tres ceros a nuestra moneda, por cuestiones meramente pragmáticas (ya no cabían los ceros a la hora de poner los precios a los productos). Con los “nuevos pesos” nos obligamos mentalmente a ver un peso donde antes había mil, pero eso no quiere decir que realmente esos “ceros” hayan desaparecido. Los seguimos cargando en secreto, haciendo como que no están. Somos expertos en eso.
Dejémonos de eufemismos económicos: un dólar hoy cuesta 20 mil pesos. De los viejos —dirán algunos—, de los mismos, diría yo. Esa es la verdadera depreciación que yo he vivido a lo largo de los años, paralela a la devaluación de la clase política, también en su nivel más bajo en décadas. Para mí —y vaya que me atrevo a diferir de la opinión del que escribe lo que dice Andrea Legarreta— si esto no es tan grave o es normal, es entonces la normalización de la caída en el abismo.
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Nuestro pobre peso lleva décadas cayendo lentamente como un Juan Escutia envuelto en la bandera de “la culpa es de los mercados internacionales”, como una Alicia en el País de las Maravillas vestida de mesera de Sanborns, cayendo por un túnel sin fondo. Ni Lewis Carroll hubiera imaginado un descenso tan profundo. ¿Tocaremos fondo alguna vez? ¿Tendrá nuestro peso la oportunidad de tocar fondo como sí la tuvo José José?
Si la lógica de maquillar el valor de nuestra moneda y disimular los estragos de la devaluación nacional se aplicara a los calendarios, en México estaríamos viviendo no en el siglo XXI, sino en el año II de nuestra era, lo que desde cierto punto no es tan lejano de nuestra realidad paleolítica. Deberíamos también devaluar al tiempo para ajustarnos. Después de todo, vivimos en el país donde la vida no vale nada ni el dinero ni el tiempo.