Pido a los lectores que tengan piedad de mí si he decidido escapar —por lo menos fugazmente— del predecible lamento por el infame gasolinazo y del recuento atroz de los que se han ido sin despedirse en este año del Demonio.
Prefiero platicarles de un libro que compré en Buenos Aires en una de las librerías más bellas del mundo: El Ateneo. Un antiguo teatro convertido en tienda de libros y en cuyo escenario hay un café. Quizás la única que podría igualar y tal vez superar su belleza (sobre todo por su excéntrico catálogo) es The Last Bookstore de Los Ángeles, que puede enloquecer a cualquier bibliófilo que se respete.
El libro se llama Con Borges y acaba de ser editado por Siglo XXI. Es de un escritor argentino llamado Alberto Mangel, a quien le había leído Para cada tiempo hay un libro y su Historia natural de la curiosidad, y ya me caía bien. Lo conocí en la Feria del Libro de Oaxaca cuando dimos junto al gran brasileño Joca Reiners Terron la charla “Los libros nos hacen libres”, pero nunca he tenido tanto tiempo de charlar con él como cuando tengo en las manos un libro suyo.
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La cosa es que al llegar a Buenos Aires, al primer lugar que me dirigí fue a la Biblioteca Nacional, misma que dirigiera Borges (cuando se ubicaba en otro edificio) y que ahora dirige –¡oh, el destino!—Alberto Mangel. En la biblioteca había una exposición con los manuscritos de Borges, sí, esos papeles tan valiosos como los Rollos del Mar Muerto, escritos en grandes libretas con letra pequeñísima y algunos incómodos taches, mismos que me emocionaron profundamente. Más tarde, al ver el libro de Mangel en El Ateneo, no dudé en comprarlo.
Dicho libro acompañó mi estadía en Buenos Aires y mi viaje a la Patagonia donde su lectura se volvió un amuleto en los turbulentos vuelos en que creí caer a la manera de Ibargüengoitia, pero sin el talento. Cada que el avión empezaba a sacudirse de maneras onánicas yo gritaba “¡Borges, Borges, Borges!” y comenzaba a leer algún párrafo de mi libro-amuleto para pasar la tempestad.
Así me enteré en primer lugar que Alberto Mangel fue de los no muchos que le leían a Borges en sus tiempos de oscuridad y que tuvo un acercamiento privilegiado al autor al grado de escuchar a la anciana madre de Borges gritarle desde su alcoba, cuando llegaban a salir: “Georgie, no te olvides el abrigo”.
Leyendo a Mangel me enteré de datos insólitos sobre la vida cotidiana de mi escritor favorito. Supe que adoraba ir al cine —ya ciego—a las proyecciones de West Side Story, película que había visto en repetidas ocasiones y que juraba “ver” cuando la escuchaba. Supe también que siendo un declarado incapaz para creer, rezaba un padre nuestro en inglés antes de dormir, que un día un tigre puso sus garras en sus hombros, y que le advertía a su sobrino de cinco años: “si te portás bien, te voy a dar permiso para que imagines un oso”.
De eso quería platicarles en esta ocasión, la última de este año. El último del mundo como era antes. No quise hablarles de la gasolina ni del futuro, porque hoy da la casualidad de que gasolina y futuro son la misma cosa. Por eso mejor les comparto mi mantra para los tiempos turbulentos: “Borges, Borges, Borges”.