La noche del martes platicaba con un amigo en mi departamento en Coyoacán, mientras mis hijos jugaban futbol en su consola de videojuegos. Parecía una noche tranquila y aprovechamos para tomar unas cervezas y arreglar un poquito el mundo, por lo menos en nuestras cabezas.
Debieron ser unas tres horas de charla, donde invariablemente hablamos del atraco del gasolinazo y de los saqueos en que han derivado varias de las protestas contra la medida, así como de la multiplicación de los Duartes y demás roedores que gozan de total impunidad.
Como a la media noche mi amigo pidió un Uber y lo acompañé a la puerta para despedirlo. Apenas se fue, me di cuenta que la puerta del estacionamiento había sido forzada y estaba abierta de un lado. La intenté cerrar y no se podía, la habían doblado.
Recordé que la señora que es dueña de la casa está de vacaciones, igual que mi vecino de abajo y que, de las tres familias que habitan ese lugar, sólo estábamos ahí mis hijos y yo.
Miré con horror hacia la ventana de mi departamento y subí corriendo las escaleras, esperando que el ladrón o los ladrones no me aparecieran en el camino ni estuvieran ya adentro de mi casa.
“Pónganse una chamarra y vámonos”, le dije a los chavos y salimos a toda prisa a casa de su mamá, quien vive a tres cuadras de mi departamento. Mi hijo menor venía llorando y asustado me decía que no quería que nos robaran la casa otra vez.
Me enoja ver a mis hijos así, pero recordé la vez que saquearon mi antiguo departamento en la Campestre Churubusco y entendí su angustia. Nunca olvida uno esa sensación de impotencia y fragilidad. Ya deben haber pasado unos cinco años de eso, pero lo seguimos teniendo fresco en la memoria y en las entrañas.
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La mamá de mis hijos me ayudó a parar a unos policletos, quienes me acompañaron a la casa. Al llegar, le hablaron a más compañeros quienes entraron y revisaron el inmueble sin encontrar nada, más que la puerta forzada. Cada compañero que llegaba, llamaba a más compañeros y en cuestión de minutos lo que yo imaginaba como la discreta revisión de dos policletos ahora parecía el escenario de un multihomicidio.
De pronto, me pareció que había demasiados policías por la casa y me empezó a regresar la sensación de pánico. Había policías en la escalera de servicio y policías en el jardín y policías en el estacionamiento y eran tantos que no podía verlos a todos y empezó a preocuparme que si el ladrón no había tenido oportunidad de terminar su atraco, ellos sí pudieran hacerlo.
Después de un largo rato de búsqueda, la policía no encontró nada en la casa, salvo la infalible posibilidad de que yo me convirtiera súbitamente en el sospechoso. Uno de los oficiales me miraba con franca desconfianza y me hacía preguntas y empecé a sentir que era el momento para decirles que muchas gracias, que me dejaran su número y que yo les llamaba. El oficial me miró como esperando algo. Le dije que me encantaría darles una gratificación pero que no tenía dinero en ese momento. El oficial me dijo: ¿por qué no sube a su departamento y busca?
Con medio regimiento en la escalera subí a mi departamento a buscar el billete de quinientos con que le iba a pagar lo que le debía a la señora Susana, que tan diligentemente me ayuda en las labores domésticas, y bajé consternado sabiendo que nadie le pide cambio de a 500 a un policía.
No consciente de mi sacrificio, el oficial miró mi billete con desdén, alzó las cejas, me miró con cara de “qué pinche avaro eres” y dio algunas instrucciones por su radio que hicieron que en pocos minutos mi casa se quedara libre de policías y ladrones.
Me quedé con mi perro Perucho, primero con una sensación de tranquilidad al ver cómo la policía salía de mi domicilio sin llevarnos a Perucho y a mí detenidos como sospechosos del asalto a nuestra casa, pero luego volvió el suspenso cuando pensé que tal vez el ladrón seguía adentro. Aunque entre varios polis me ayudaron a cerrar la puerta doblada del estacionamiento y aparentemente no vieron a nadie, uno nunca está seguro, así que me atrincheré en mi departamento poniendo sillones en las puertas y me encerré en mi recámara con un martillo y un cuchillo cebollero que escogí como armas por si tenía que enfrentar al delincuente.
Debí dormir dos horas máximo en esa noche espantosa en la que me la pasé escuchando ruidos y pasos por todos lados. A la mañana siguiente, don “R”, el señor que de día hace las veces de conserje y encargado de mantenimiento llegó a la casa y al revisarla me confirmó que efectivamente hubo un robo en el área del estacionamiento donde está el cuarto donde él se cambia, descansa y guarda su herramienta. Le robaron su tele, sus herramientas y una cortadora de pasto. Seguramente al ladrón no le dio tiempo de llegar a los otros departamentos, quizás ignoraba que había gente ahí y salió huyendo cuando bajé a despedir a mi amigo. Quizás el ladrón sólo se robó la herramienta y la tele se salió sola al ver la puerta abierta. Todo puede ser posible.
Como haya sido, lo único que me queda claro es que el atraco es general y masivo. Que roba el Estado desde las instituciones y roban los funcionarios y gobernadores, y roban los que desde la “dignidad” de la desobediencia protestan contra el robo, y roban los policías y los ladrones, y roban los que ya robaban desde antes de que robar se pusiera de moda.
Pero yo, igual que mi hijo, no quiero que vuelvan a robar mi casa, ni la de mis vecinos. En buena medida por el ladrón, evidentemente, pero porque tampoco me hace sentir muy seguro tener a la policía en mi casa. Por otro lado, mi martillo y mi cuchillo cebollero son tan patéticos en mis manos que estoy pensando ya de plano dejar la puerta abierta por las noches y las cosas de valor en la entrada y una mesita con café y galletitas por si gusta el señor ladrón.
¡Bienvenido 2017!