“Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”.
Samuel Beckett
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(El siguiente diálogo tuvo lugar el día lunes en una cafetería en el centro de la ciudad de México.)
–¿Qué haces por la noche, huevón? (El interlocutor es peruano.)
–Juego futbol.
–¿Después de lo de ayer todavía te interesa?
–…
–No agaches la cabeza huevón, ¡ganar es de losers! Es muy ochentero eso de la victoria, ¿no? Como muy gringo.
Ese diálogo simple sirvió para curarme de la melancolía futbolera que me anegaba. No es que me haya convencido el gran amigo peruano (que resulta ser, por cierto, un gran académico de Harvard) de lo poco de moda que está hoy en día triunfar, conquistar el mainstream, pero sí me ayudó a reparar en el sentido de la derrota.
Dice Charles Bukowski en La senda del perdedor: “Qué agotadores años aquellos, tener el deseo y la necesidad de vivir pero no la habilidad para hacerlo”. Leyendo medios internacionales nos podemos percatar de que viven el resultado del partido como una cosa normal. Holanda le ganó a México. Obnubilados de rabia vemos el clavado de Robben pero no el doble penal que le cometieron en la jugada en la que se rompió Héctor Moreno (por culpa del Maza Rodríguez que a buena hora sufrió un golpe de memoria y recordó quién es en realidad). La derrota es menos importante que la manera en la que llegó. La Selección llegó a Brasil con todos los oráculos en contra.
Poco a poco nos convenció de que tenían un elán distinto, un talante diferente. Que ellos no tenían la culpa de los cinco descalabros anteriores y que, de espaldas a la Historia, explorarían territorios ignotos en el fervor y la fiesta nacionales. Contrario a casi todos los demás equipos mexicanos anteriores, tenían al líder en la primera línea de batalla, al frente del ejército como en el medioevo. Y el equipo se impregnaba de su director técnico iconoclasta.
Si algo nos enseñaron los griegos es que los dioses, los del amor, la guerra o el futbol, son rencorosos y caprichosos. No hay nada que toleren menos que la desilusión. Habían bañado de buena estrella a Miguel Herrera que iba en caballo alado al olimpo pambolero.
A falta de veinte minutos con la presa a medio morir, en lugar de ir por el zarpazo final, de hacer caja de la insolación de la defensa holandesa, decidió meter a Javier Aquino y con él entraron el miedo y la confusión. Los dioses traicionaron al Piojo porque él se traicionó a sí mismo minutos antes. No importa la derrota sino que la sufrimos a manos del adversario de siempre: la mente de los jugadores y directores técnicos mexicanos
(DIEGO RABASA / @drabasa)