Para los obsesivos no hay tregua, ni siquiera en vacaciones. Como una familia de obsesivos que somos, liderados por una matriarca que nos supera a todos en enjundia (mi madre), buscamos para vacacionar un destino ad hoc a nuestras necesidades. Éstas consistían no sólo en una playa bonita donde poder bañarnos, sino en un lugar que estimulara nuestra preocupación. Así fue como aterrizamos en la Riviera Maya con un bagaje de conocimientos y consejos para enfrentar al mosquito del zika. Las cabañas que elegimos estaban en un paraje selvático con estanques que, como todo mundo sabe, atraen a los insectos. Nada más llegar, nos cubrimos con el uniforme de guerra: pantalones largos y de color blanco, pues según nuestras investigaciones ese color ahuyenta a los moscos, a diferencia de los tonos oscuros. Camisas con mangas hasta las muñecas, calcetines que cubrieran bien los tobillos, pues al parecer constituyen, junto con el cuello, uno de los puntos más sensibles a las picaduras. Nuestra nuca estaba cubierta por un folclórico paliacate. Cualquiera que nos haya visto debe haber pensado que íbamos a tocar en un grupo de música huasteca, de no ser porque en vez de sandalias llevábamos botas que habrían resistido a la mordida de una víbora cascabel. Los pocos turistas que andaban por ahí, canadienses, argentinos y europeos de distintas nacionalidades, iban semidesnudos y caminaban descalzos, con una expresión relajada que nos parecía incomprensible, y por supuesto irresponsable.
Había viento en las costas del Caribe, y a mi hijo menor le entró arena en los ojos. Le pusimos gotas, le metimos la cabeza bajo un chorro de agua, y cuando dejó de llorar olvidamos el incidente para volver a pensar en el único tema serio en ese momento: el zika, la cantidad de casos que se han detectado en Yucatán, las consecuencias terribles en las embarazadas. Al día siguiente, el niño amaneció con los ojos color bermellón. El veredicto familiar fue inmediato: se había infectado. “El zika puede no presentar ningún síntoma o muy pocos. Los ojos rojos es uno de ellos”, dijo mi madre para convencernos. “¿Y si uno no tiene síntomas o no está esperando un bebé, qué problema tiene contagiarse?”, preguntó uno de los niños mayores. Lo miramos como si hubiera dicho una insensatez. Tampoco lo llevamos al médico por miedo a salir con alguna certeza. Seguimos ahí, preocupándonos de lo más a gusto en esa magnífica playa. Poco a poco al niño se le normalizaron los ojos. Entonces volvió a jugar sobre la arena abocándose durante todo el día a la construcción de un profundo túnel, cosa que por supuesto nos pareció muy loable. Yo me pregunté si su hazaña no revelaba, más que un temperamento, una secreta intención: escapar de su familia. Me dije, sin atreverme a decirlo, que de ser así nadie podía reprochárselo.