La primera vez que me subí a un autobús debía tener seis o siete años. La muchacha que trabajaba en mi casa le hizo la parada frente a Villa Olímpica, y de allí viajamos hasta San Ángel donde nos esperaban mis padres. El camión iba repleto y una señora nos cedió el lugar. La muchacha me subió sobre sus rodillas. Junto a nosotros venía un hombre mayor en el que yo no reparé al principio, pero que después nunca conseguí olvidar. Cuando giré la cara hacia él, vi que tenía el puño cerrado alrededor de su miembro. Ahí, a pocos centímetros de nosotros, el hombre se masturbaba. “¿Qué está haciendo ese señor?, le pregunté a Marta intrigada y a mitad inconsciente de lo que estaba ocurriendo. Mi niñera se puso el índice sobre los labios, pidiéndome que guardara silencio. Esa es la historia de mi primer acoso. Después vinieron muchos más. Hombres desconocidos que me metieron la mano por debajo de la falda en plena luz del día, exhibicionistas de abrigo largo, compañeros del colegio, profesores de la universidad, incluso mi primer ginecólogo. Toda esa gente anda libre por la calle, y algunos son considerados autoridades morales en su entorno. El consejo que recibí cuando me atreví a contárselo a alguien fue el siguiente: “No se lo digas a nadie”. Lo mismo que me dijo Marta durante aquel viaje en autobús, en vez de gritar o pedir auxilio, ante la mirada cómplice de los demás pasajeros.
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En las últimas semanas hemos sido testigos de una explosión de testimonios sobre el acoso sexual en México. A través de las redes sociales, en particular los hashtags #miprimeracoso y #vivasnosqueremos, una cantidad abrumadora de mujeres ha contado cómo fueron manoseadas, golpeadas, violadas por hombres, a veces desconocidos pero también, en muchas ocasiones, por miembros de su propia familia. Durante años nos han hecho creer que las responsables del abuso somos nosotras, que es nuestra culpa que nos amenacen, nos peguen o nos violen. ¿Qué hacíamos a esas horas fuera de casa?, ¿cómo se nos ocurrió vestirnos tan provocativamente? ¿Quién nos mandó casarnos con ese señor o trabajar para él? Hemos introyectado el discurso de los depredadores, de los victimarios. Es hora de que nos demos cuenta de que ese discurso no es el nuestro y sustituirlo por otro que nos empodere. Haber sido víctima de un abuso no es algo que deba avergonzarnos. Los testimonios masivos de todas estas mujeres, dejan en evidencia que la culpa no es nuestra, sino de una costumbre tolerada demasiado tiempo, pero también que no estamos dispuestas a seguirlo permitiendo. Se trata de un momento de hartazgo generalizado que no hay que desaprovechar. Es hora de unir nuestras fuerzas como lo hicieron las mujeres del siglo pasado cuando consiguieron el voto, el derecho a trabajar, a divorciarse, a abortar, y a vestirse como se les diera la gana. Esas mujeres dieron saltos cuánticos en la sociedad, pero aún estamos lejos de haber conseguido la igualdad de géneros, el respeto, la justicia y la seguridad que necesitamos. Hagamos que la manifestación del 24 de abril no se quede en una anécdota, sino que constituya una fecha histórica, el inicio de un gran movimiento en contra del acoso cotidiano, los feminicidios, la violencia doméstica, los abusos intrafamiliares. Si te ocurrió, denuncialo. Conozco perfectamente la vergüenza que uno siente al hacerlo, pero nuestra vergüenza los protege. Hazlo por nuestras madres que lucharon en su tiempo, por nosotras, por todas las que han muerto y, sobre todo, para que nuestras hijas no lo sigan sufriendo.