Antes la gente viajaba poco. En la época de mis abuelos, uno viajaba sobre todo por razones políticas. Había una guerra y para escapar a ella debía mudarse de país, atravesar el océano, y no volver a ver nunca más el continente abandonado, o con suerte una vez. En ese tiempo, la gente se desplazaba mucho en barco o en tren. Los aviones tenían asientos cómodos, donde se comía bien y con cubiertos de metal, era posible recostarse, y se recibía una atención de lujo.
Ahora la gente ya no viaja sino que consume países. Los colecciona. Desde hace algunos años, el mundo se ha convertido en un parque temático, y cada país es una de sus atracciones. Lo que le interesa ya no consiste en conocer las costumbres extranjeras, adentrarse en su cultura, aprender exhaustivamente algún idioma. Lo apasionante es irlos tachando del mapamundi, como si se tratara de un juego. “Ya visité Rusia, ya visité Noruega, me faltan Groenlandia y Japón”.
“Viajar, perder países”, dice Enrique Vila-Matas, citando a Fernando Pessoa. Antes, en un tiempo primordial en que nuestros pies no habían pisado aún ningún suelo además del natal, todos los países del mundo tenían una existencia en nuestra imaginación. Teníamos una idea muy precisa de cómo era por ejemplo Inglaterra. Esa idea se basaba en fotos, en películas, en los libros de Chesterton, de Wilde, de Conan Doyle. Al viajar a Londres, por poner un ejemplo, aún si caminamos por sus calles o por su subterráneo obtenemos muchas imágenes nuevas, algunas memorables, otras inútiles, pero también perdemos la idea de esa ciudad construida durante mucho tiempo en nuestra mente.
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Cuando era niña, alguien me contó que los japoneses sólo sabían si habían disfrutado un viaje cuando revelaban las fotos. Nos burlábamos tanto de los tours en los que pasaban de un museo a otro deslumbrando con los flashes de sus Nikkon, un día a la Gioconda, otro al David, otro a la Venus de Milo, y luego volvían a casa. Sin embargo, ahora casi todos los viajes se asemejan a eso. Los escritores, para no ir más lejos, acudimos constantemente a festivales, a ferias del libro, a coloquios. Llegamos una tarde a Bogotá, donde hablamos en público, nos comemos un ajiaco, acudimos a otro panel, hablamos con lectores, con editores. Después vamos a la feria de Lima y hacemos lo mismo, luego a la de Buenos Aires. Pero ¿realmente se le puede llamar viajar a eso? Viajes fueron los que hizo Paul Bowles en Marruecos, los de Hemingway, los de Joseph Conrad, y a través de sus libros podemos viajar con ellos. Viajar de verdad. En el discurso que leyó al recibir el Premio Príncipe de Asturias, Amos Oz dijo, que un libro es una ventana abierta a la intimidad de otros seres humanos. No importa si el autor es nuestro contemporáneo, nuestro paisano o nuestro supuesto enemigo, leer nos permite comprender su tiempo, su contexto, sus emociones, su mente. Ya que muchas veces nos vemos obligados a viajar de formas tan deficientes, al menos echemos en la maleta un buen libro.