Hay dos monosílabos que mueven al mundo: sí y no. Con el primero aceptamos, accedemos, abrimos puertas, emprendemos proyectos y acciones, establecemos complicidades y compromisos. Los mexicanos decimos “sí” fácilmente. Incluso cuando por dentro estamos diciendo “no, nunca, ni loco”, nuestros labios —vaya a saber por qué motivo incomprensible— dicen “sí, cómo no, por supuesto”. A los extranjeros les cuesta mucho entender este comportamiento. Sobre todo a los anglosajones, cuyas sociedades dicen “no” con mayor facilidad que “sí”. A nosotros, en cambio, nos cuesta menos trabajo mentir que pronunciar una negativa. “A todos diles que sí, pero no les digas cuándo”, dice esa canción tan reveladora del sentimiento popular. Según me han dicho algunos amigos forasteros, las mujeres mexicanas nunca batean. Dicen que sí, pero uno tiene que adivinar si es verdad o mentira.
En la fantasía de mucha gente, decir que no implica contraer enemigos y rencores. Estamos tan poco acostumbrados a que nos digan “no” en vez de rodeos del tipo: “ahora no se puede pero dentro de poco quién sabe…”, que recibimos los rechazos categóricos como una descortesía, incluso, como un insulto. Sin embargo, el “no”, al contrario de lo que suele pensarse, puede ser una palabra maravillosa. Obtener un “no” como respuesta aclara muchas veces una situación. Nos permite saber dónde estamos ubicados, qué esperar y a partir de dónde negociar.
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Aprender a decir “no” es aún más importante que saber escucharlo. Se trata de un límite, un escudo que nos protege de aquello que consideramos injusto, abusivo, incorrecto, deshonesto, dañino, peligroso, maligno. Decir “no” es, por lo menos, tan importante como decir “sí”. Una negativa pronunciada con fuerza se origina en nuestro instinto de supervivencia. Si, en vez de emitirla, accedemos parcialmente o cerramos los ojos ante una circunstancia indeseada, estamos consintiendo, en detrimento de nuestra propia integridad. Admitir una y otra vez algo que nos parece incorrecto diluye nuestro sistema de defensa (físico y sicológico) y acaba por destrozar la confianza en nosotros mismos. Un “no” puede expresarse de muchas maneras, incluso con dulzura, con cortesía y amabilidad, pero para que sea verdadero, debe ser inquebrantable. Si pretendemos que nuestras negativas y nuestros límites tengan fuerza, es necesario practicar regularmente, comenzar en la casa y en nuestro entorno laboral para después poder, como sociedad, rechazar lo inadmisible, lo ignominioso. Hace mucho que los mexicanos necesitamos ejercitarnos en la negativa. La posición de víctima es cómoda y salir de ella tiene sus costos. Sin embargo, resulta mucho más oneroso vivir resignados por miedo a un monosílabo simple pero fundamental.