El cínico de La Rochefoucauld tenía razón al afirmar que mucha gente nunca se habría enamorado si no le hubieran dicho que tal cosa existía. El amor de pareja, tal y como lo concebimos en la actualidad, responde a una serie de conceptos insostenibles, inventados hace siglos por una corriente llamada “romanticismo”, y que constantemente nos refuerzan el cine, la televisión y la publicidad. Sin embargo, ¡cuánto daño nos causaron esas historias sobre príncipes y princesas! Nos llevaron a creer en una serie de mitos y expectativas que no hacen más que alejarnos de la realidad.
Quizás el más nocivo de todos sea el de la media naranja. Desde niños, nos inculcan la idea de que nuestro corazón languidece por la ausencia de un ser al que estamos destinados y que, por alguna razón incomprensible, está lejos de nosotros. Cuando nos enamoramos de alguien creemos que por fin lo hemos encontrado. Las endorfinas que circulan por nuestro organismo nos parecen una prueba irrefutable de ello. Sin embargo, un par de años después, en cuanto empiezan los problemas habituales en toda convivencia, nos decimos que todo era un error: nos equivocamos de persona, y de inmediato retomamos la búsqueda hasta que volvemos a caer en el siguiente espejismo. Aceptémoslo de una buena vez: la media naranja no encajará siempre tan bien como quisiéramos, y los sapos, por más besos que les demos, seguirán siendo sapos hasta el final de los tiempos.
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Otro de los mitos perjudiciales es el famoso “y vivieron felices para siempre”. Los cuentos románticos nos han convencido –contra todo sentido común- que los problemas sobrevienen antes del matrimonio y no después de éste, que una vez el papelito firmado, se extiende frente a nosotros una felicidad sin sobresaltos y que la pareja permanecerá unida hasta la muerte sin ningún percance de por medio. En ese panorama no caben, por supuesto, las riñas matrimoniales ni las depresiones postparto. Lo que nos prometieron en el registro civil fue “respetarnos en la salud y en la enfermedad”, no “hacernos felices para siempre”, algo por lo demás totalmente imposible.
Hay mitos menos evidentes como el de la sinceridad. Los seres humanos somos fluctuantes, y también lo son nuestros estados de ánimo. Cuando estamos cansados, enfermos, nerviosos o tenemos hambre, nuestra visión del mundo no es precisamente optimista. ¿Por qué entonces sentirnos obligados a expresar en voz alta todos y cada uno de nuestros juicios sobre el cónyuge? Y, sobre todo, ¿para qué pedirle a éste que lo haga?
Otro de los más problemáticos, es sin duda el de la sexualidad como máxima expresión del sentimiento amoroso. Durante muchos siglos, el matrimonio y el sexo fueron dos cosas muy diferentes. En cambio, según las creencias actuales, una relación amorosa sin sexo está ineluctablemente condenada al fracaso.
Si analizamos un poco los poemas antiguos, medievales y del renacimiento, si observamos las costumbres de otras sociedades más arcaicas, pero también más realistas, nos confirmaremos eso que en el fondo sospechamos, pero que aún no acabamos de asumir: hemos sido embaucados. Nos comimos los cuentos sin masticarlos, y ahora nos resulta imposible conseguir que la realidad se ajuste a ellos.