No sé si es porque veo el mundo con un solo ojo, pero saber que hay miles de cosas sucediendo en mis narices y que ni siquiera sospecho me resulta inquietante. La vida de las plantas, por ejemplo. Hace unos días, me enteré de que son capaces de comunicarse entre ellas. El fenómeno se observó por primera vez en los años ochenta, pero el descubrimiento suscitó muchas dudas en la comunidad científica. Una década más tarde se obtuvieron pruebas más evidentes. Ahora se sabe que, en determinadas circunstancias, las plantas fabrican mensajes a través de compuestos orgánicos volátiles (VOC) para informar a miembros de su misma especie, pero también de otras, de algo que está ocurriendo, ya sea en ellas mismas o en el entorno: un incendio, por ejemplo, una sequía o una plaga. Las plantas enteradas desarrollan entonces las defensas necesarias para reaccionar y defenderse. Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos hemos estado convencidos de que los miembros del reino animal somos los únicos en tener conciencia e inteligencia. Nuestra arrogancia nos impide ver o escuchar a nuestro alrededor. ¿Cómo es posible que hayamos tardado tanto en darnos cuenta de que las plantas conversan entre ellas? ¿Cuántas cosas se dirán las plantas y los árboles? ¡No quiero ni imaginar lo que dicen de nosotros!
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Aunque al principio resulta desconcertante, bien pensando no es tan sorpresivo. Todos sabemos que las plantas reaccionan a la música o a la voz humana. ¿Por qué no serían capaces también de transmitir sus propias experiencias? Lo más sorprendente de todo este asunto es que, la mayoría de las veces, las plantas que emiten mensajes lo hacen por generosidad hacia las otras y no tanto para pedir ayuda. En esta área en particular, me parece que nos superan en la cadena evolutiva. Por si fuera poco, los científicos japoneses descubrieron que esos mensajes o VOC alivian a los humanos que caminan por el bosque, en particular cuando sufren de enfermedades cardíacas.
Desde que me enteré de esto, no he dejado de pensar en el lenguaje de los compuestos volátiles. Seguramente nosotros también los usamos. ¿Quién no ha tenido la sensación de conocer a fondo a alguien que ni siquiera ha visto? ¿De qué depende la química o la afinidad entre la gente? Me pregunto si cuando nos presentan a alguien, antes de que tengamos tiempo de decir nuestro nombre y nuestra profesión, nuestros alientos y olores no lo han transmitido todo ya, incluso lo más recóndito de nuestra intimidad: los sufrimientos de la infancia, nuestras preferencias gastronómicas y sexuales, nuestras necesidades más secretas, aquellas que con dificultad nos confesamos a nosotros mismos. Tendría sin duda una parte ominosa, es cierto, pero también otra esperanzadora. Si los humanos también contamos con ella, quizás esa inteligencia secreta sea, como la de las plantas, mucho más generosa y benefactora que nuestra conciencia superficial, egoísta y timorata, a la que por lo general damos tanto crédito.