Estamos a unos días del final del mundo. Al menos eso es lo que se anuncia hoy, viernes 4 de noviembre por la mañana. El martes que viene, uno de los países más poderosos, si no es que el más, podría caer en manos de un demente, poniendo en cuestión el futuro del planeta. Si muchos nos quedamos tranquilos después del último debate, confiando en el sentido común de los estadounidenses, el escenario ha cambiado dramáticamente después de esto. Hace unos días, el FBI dio un golpe letal a la ya frágil candidatura de Hillary Clinton, ventilando su cuenta privada de internet, una absoluta frivolidad que al parecer surtió efecto. Las encuestas en los últimos días son alarmantes: Donald Trump va a la cabeza y su popularidad no hace sino aumentar. La sensación de estupor que se ha apoderado de todos los que observamos este acontecimiento me recuerda a la que describen quienes estuvieron en las playas de Sri Lanka o de Tailandia en 2004, antes de que estallara el tsunami: estamos viendo venir la catástrofe en cámara lenta.
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La situación pone de manifiesto tres cosas muy sencillas: el grado de ignorancia y alienación que ha alcanzado la sociedad estadounidense como para creer en un candidato que llama a todos los mexicanos violadores, evade impuestos descaradamente y se ha declarado en bancarrota seis veces, un tipo acusado de asedio sexual por doce mujeres, que se permite comentarios racistas en la televisión, opina que las señoras deberían ser multadas por abortar, alardea con atacar a ISIS y poner de cabeza al medio oriente junto con el resto del planeta. La segunda es el grado de hartazgo y desesperación de un sector de la sociedad norteamericana, la clase trabajadora explotada, para quien votar por Trump es, como dice Michael Moore, lanzar una bomba molotov contra el sistema. Ya que su opinión es tomada en cuenta una vez cada cuatro años, los más explotados no van a desaprovechar la ocasión de manifestar su descontento. La tercera es la evidencia de que el sistema de democracia directa es ineficiente, peor aún: extremadamente peligroso. Cuando una sociedad está infantilizada y las personas reducidas a simples consumidores carentes de educación, no se les puede pedir que salgan de su letargo y se transformen, de buenas a primeras, en individuos prudentes y racionales. Los norteamericanos seguirán mirando fijamente al tsunami con el mismo desprendimiento con el que ven la tele, pensando que lo que están viendo es irreal, y nosotros con ellos hasta que la ola estalle y nos arrastre hacia un mundo que, por el momento, no podemos ni siquiera imaginar.