A veces, cuando pienso en el siglo XXI o en lo que va de él, tengo la impresión de estar viviendo una era oscurantista. Podría abordar la cuestión desde muchos ángulos, pero hoy lo haré desde uno que me atañe particularmente: el espacio que ocupan las mujeres en la literatura. No puedo creer que en el siglo posterior al de Virginia Woolf, Alejandra Pizarnik, Clarice Lispector, Alice Munro, Carson McCullers, Elena Garro, Doris Lessing, Natalia Ginzburg, por mencionar sólo algunas entre decenas de genios como estos, se siga hablando de “literatura femenina” como si fuera un subgénero, mientras que aquello que escriben los hombres, sin importar la calidad, es simple y llanamente “literatura”. Hace unos días, en la FIL de Guadalajara participé en una mesa dedicada a rememorar la generación del boom, un grupo al que se asocian de manera fluctuante una gran cantidad de escritores. El núcleo duro lo constituyen Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, pero cuando el criterio se amplía caben más de 15 nombres, entre los cuales —casualmente— jamás ha sido incluido el de una mujer. Qué ignorantes o qué prejuiciosos son los críticos. Pasa algo parecido en los periódicos: cada año, cuando salen con su ridícula manía de establecer las listas de los mejores libros del año, del siglo, de la década o de la temporada otoño-invierno, incluyen a una o dos mujeres entre decenas de nombres de varón.
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En la época de Julio Cortázar había mujeres escribiendo y escribiendo muy bien. Pero para mí la más talentosa es Elena Garro, cuyo genio superaba al de muchos señores que sí fueron incluidos en las antologías. Sin embargo, tuvo la desgracia de enamorarse y contraer matrimonio con el mayor tirano de la literatura mexicana, Octavio Paz, lo cual le valió no sólo una reputación de histérica, sino ser ignorada por los círculos de poder literario vigentes en esa época. Esto fue, entre otras cosas, lo que dije en esa mesa redonda de la FIL. Un par de días después, me encontré con un libro de Elena Garro, publicado por la editorial española Drácena con un cintillo indignante donde se describía así a la escritora: “mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez, admirada por Borges”, como si tener sexo o amoríos con escritores reconocidos garantizara la calidad literaria, o como si el vínculo con esos hombres fuera lo más destacable de Elena Garro y no su inteligencia, su estilo, su original universo, su incisivo punto de vista sobre la sociedad mexicana, su lucidez, sus apasionantes memorias.
Desde que empecé a publicar, he visto a mis editores proponerme indefectiblemente portadas donde aparecen mujeres semi desnudas, con labios porno o con actitudes insinuantes. No se dan cuenta de que es vergonzoso para ellos y para mí, pero también para sus lectores a quienes tratan de venderles gato por liebre. También he tolerado demasiadas veces que me inviten a hablar de literatura femenina en universidades del mundo entero o a participar en mesas redondas sobre ese tema. Desde hoy me niego a seguir consintiéndolo. Si a alguien se le ocurre volver a proponerme alguna estupidez por el estilo, le responderé simplemente que la literatura sólo puede dividirse en dos: la buena y mala, exactamente igual que los seres humanos.