23 de diciembre 2016
Por: Guadalupe Nettel

De amarres y otros hechizos

Desde el simple despeluque de una margarita hasta las distintas sustancias afrodisíacas que se encuentran por ahí, los rituales del amor siempre me han parecido de lo más estrafalario. Recuerdo que, de adolescentes, mis amigas y yo escribíamos el nombre de nuestro enamorado sobre los cigarros que íbamos a fumar como para absorber, además de la nicotina, esa sustancia vital, tan deseable a nuestros ojos —a pesar de sus granos y su bigote incipiente—, concentrada en unas cuantas letras. En los pueblos mexicanos las parejas acostumbran grabar sus nombres sobre un árbol o una hoja de maguey para simbolizar una unión eterna. Es como si, aun en medio del enamoramiento más intenso, persistiera en nuestra consciencia la sospecha de que el amor, como todo en este mundo, constituye un estado transitorio y quisiéramos evitarlo a toda costa, empleando el mismo recurso que la humanidad ha utilizado desde siempre para solucionar asuntos imposibles: la magia. Ya sea la del chamán, la de la bruja escaldufa o la del cura, que en un altar nos declara marido y mujer per secula seculorum.

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“La carga de este mundo es el amor”, decía Allen Ginsberg con mucha razón. El amor pesa, sobre todo cuando le ponemos cadenas, y muchas veces causa estragos no sólo en nuestros corazones, también en la arquitectura. Tomemos como ejemplo el Pont des Arts de París, que por culpa de los enamorados casi se viene abajo. Cuando viví allí observé muchas veces a parejas de todas las edades colgar en ese puente candados como símbolo de compromiso eterno. Llegaban de todos los países, como otros van a Lourdes o a La Meca, a colgar su candadito para no separarse jamás. Después de arrojar las llaves al río, regresaban muy confiadas a su casa de Tokio o Nueva York, pensando que ya nadie podría desunirlas.

No sé ni cómo ni cuando se originó ese ritual, lo que sí sé es que hace un par de años la acumulación de metal superó las 45 toneladas y el puente empezó a desplomarse. Alarmada por su estado, la alcaldía de París decidió cerrarlo en plena primavera y liberarlo del peso del amor. Los empleados de la municipalidad rompieron las cadenas y quizás —nunca se sabe— también todos los hechizos. En vez de rejas, instalaron paredes de vidrio transparente, buscando una sensación más ligera y espaciosa, menos parecida a la del lazo obligatorio que a la del amor libre y sincero, al que, por más que nos cueste, todos deberíamos aspirar.

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