Hace poco, un amigo me contó que en Centroamérica la gente tiene miedo de viajar a México, no por el narco, la violencia o el caos automovilístico, sino por los parásitos intestinales y su reputación de omnipresentes. Ese amigo me contó que, antes de venir, su madre y todos sus amigos le recomendaron no sólo evitar comer en la calle, sino cepillarse los dientes con agua purificada, y cerrar bien la boca mientras se bañaba para que en su organismo no entrara ni una gota de esa agua asquerosa que irriga nuestra capital. Prácticas como desinfectar las frutas y las verduras con productos especiales, o peor aún la de desparasitarnos cada seis meses, despiertan en los extranjeros auténtica estupefacción.
Recuerdo que cuando era estudiante nos hicieron leer las cartas en las que Hernán Cortés narraba su llegada a la deslumbrante México-Tenochtitlan, y la mezcla de vergüenza y tristeza que me despertaba leer las descripciones de esa ciudad, fundada sobre las aguas de un largo prístino, la Venecia americana, famosa hasta los años setenta por la calidad del aire que se respiraba en él, la “región más transparente del aire”. Muchas avenidas importantes como Río Churubusco, Río de la Piedad, Río Becerra, son las sepulturas de antiguos afluentes, convertidos en desagües. Mientras arriba los coches transportan nuestros cuerpos, abajo las tuberías arrastran nuestras heces.
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Desde hace años se habla de una crisis de agua en la ciudad. Para beber compramos filtros sofisticados, garrafones de agua purificada o extraída de manantiales situados fuera de nuestro valle. Todo porque decidimos transformar el agua potable en un enorme excusado. A propósito: ¿en qué momento se nos ocurrió que el agua era el lugar indicado para defecar? Que yo sepa, ningún animal que no sea acuático lo hace. Esas aguas en las que vaciamos nuestras inmundicias, tanto intestinales como químicas, son las mismas con las que, pocos kilómetros más lejos, los campesinos riegan las verduras que después nos comeremos. Algo semejante ocurre con la mierda que se disuelve en el aire.
Cuando uno come excremento ajeno, no sólo está ingiriendo sus parásitos, sino también su flora intestinal, y toda la información biológica que ésta contiene. Un acto tan simple como beber se convierte, en nuestro país, en una forma más de canibalismo en micro-dosis. Si algo positivo tiene todo esto, es que tomar agua en México nos hermana entre compatriotas —y con los visitantes de otros países— mucho más de lo que nuestros prejuicios clasistas o raciales nos permitirían si alguna vez se nos ocurriera hacerlo de manera consciente.