América Latina hace constantemente referencia a su pasado colonial, y se ha construido una identidad de víctima frente al conquistador español, primero, y más tarde ante los dictadores, y los distintos ejércitos que la han invadido a lo largo de su historia. Tendemos a olvidar que en nuestro ADN hay también mucha rebeldía. En cada país del continente ha habido pueblos insumisos, que de una manera u otra han conseguido conservar su autonomía a través de los siglos. Pienso en los lacandones, pero también en Cuba y en las decenas de quilombos que se formaron desde la laguna de Chacagüa hasta el norte de Brasil.
El fin de semana pasado tuve oportunidad de conocer la ciudad panameña de Portobelo, ubicada en la provincia de Colón, un lugar privilegiado para el comercio en la época de la colonia, donde hacían escala los barcos entre la península ibérica y Perú. Lo primero que llama la atención ahí son las fortalezas donde aún se ven muchos restos de cañones de hierro. Las calles son intrincadas y las construcciones bastante nuevas, excepto algunas excepciones, como la iglesia del Cristo Negro, mejor conocido como “el Nazareno”, protector de la ciudad.
La vida durante el día me pareció tranquila, casi anodina, pero apenas llegó la noche la ciudad se transformó por completo. Empezaron a sonar los tambores llamando a la fiesta, y las calles antes semivacías se llenaron de gente que bailaba, vociferaba, fajaba y chocaba entre sí. Ese fue mi primer contacto con la cultura Congo, proveniente de los esclavos africanos rebeldes, los cimarrones, los que consiguieron escapar y asentarse en lugares apartados de todo, organizándose en sociedades paralelas conocidas en Panamá como “palenques”. En esta región la gente tiene muy presentes sus orígenes rebeldes y le rinden homenaje a sus ancestros recordando a los líderes libertadores, su música, sus ritmos, sus costumbres.
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La forma de comunicación que utilizaban en la época del palenque, y que aún se utiliza hoy en día, está impregnada de un carácter provocador. Por ejemplo, se saludan con los pies y no con las manos, y utilizan un dialecto muy particular, que consiste en hablar al revés y mezclar el español con palabras en otros idiomas para que resulte más difícil entenderlos. Ese lenguaje y sus códigos tan particulares, les permitieron desarrollar un complejo sistema de espionaje, organizar rebeliones y huidas. Todas las comunidades clandestinas tienen un idioma privado. El lenguaje tiene un poder subversivo que muy a menudo menospreciamos. Los esclavos lo sabían, pero también lo saben los tepiteños, los portoricans, los gais, especialmente en países donde aún son condenados a muerte. Lo supieron los poetas rusos a los que no por nada la censura confinó en los gulags de Siberia, durante el régimen soviético, y también las milicias de todas las ideologías. Agradezco a los Congo de Colón que me lo hayan recordado.