Cuando tenía seis años me enamoré. F era un niño dulce, peinado con raya de lado y gafas negras, un niño que en primero de primaria tenía conocimientos muy avanzados de geografía, biología e historia. En clase nos sentábamos uno al lado del otro y también pasábamos juntos los recreos. A diferencia del mío, y del de muchos de nuestros compañeros, su cuarto no parecía una juguetería sino una biblioteca. También le gustaban los barcos y los aviones. Recuerdo que pasábamos horas y horas viendo libros —enciclopedias juveniles, la mayoría de las veces— y comentándolos. Me resulta casi inconfesable, y en cierto modo también incomprensible, pero de cuando en cuando me daba por descargar mi furia y mi crueldad sobre él y, en más de una ocasión, llegué a golpearlo. ¿Por qué lo hacía? ¿Qué era lo que en él conseguía sacarme tanto de quicio? Hasta donde recuerdo, yo no agredía así a nadie más. Me pregunto si el origen de mi ira era totalmente extranjero a su persona (motivos no me faltaban, tanto en mi casa como en la escuela), pero era el único ser con el que tenía la confianza suficiente para exteriorizarla. No recuerdo ni una sola de las razones por las cuales me le fui encima. En cambio, recuerdo muy bien la sensación vergonzosa y culpable que me invadía al verlo llorar. Él, en cambio, nunca me devolvía los golpes y tampoco me denunciaba. Lo cierto es que tarde o temprano la maestra se dio cuenta y separó irremediablemente nuestras mesas.
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Aunque en general me considero una persona tranquila, los ataques de ira me han puesto en más de una ocasión en situaciones de riesgo. Peleas a golpes con niños de mi barrio, enfrentamientos con la policía durante la adolescencia, querellas callejeras con otros conductores, platos rotos en medio de una cena son episodios que han marcado mi vida.
Desde hace ya varias décadas, escucho todos los días que vivimos en un país violento. Basta ver el recuento diario de muertos para asumir que es así. Con mucha frecuencia me preguntan cómo abordo el tema de la violencia en mi literatura —como si los escritores mexicanos estuviéramos obligados a hablar del asunto de manera insoslayable—, al punto en que me he preguntado qué tipo de violencia caracteriza mi vida cotidiana y, sobre todo, de qué manera contribuyo a ella con mis acciones. Creo que es una cuestión sobre la cual a todos nos vendría bien detenernos. Sería interesante convocar a una introspección colectiva como sucedió en #miprimeracoso. Claro que es mucho más fácil hablar de lo que nos hicieron, que confesar aquello que le infligimos a otros, pero estoy segura de que, si nos atrevemos, el ejercicio resultará interesantísimo y también muy provechoso.