Lo conocí en Barcelona, gracias a Jaume Vallcorba, el editor histórico de Acantilado. Me coló en la rueda de prensa y luego me consiguió unos minutos a solas para conversar con él. Yo había leído un par de meses atrás Sin destino, una de las novelas que más me han marcado en la vida. La historia autobiográfica de un adolescente secuestrado por los nazis que recorre los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald. Antes de ser detenido, apenas tenía conciencia de su pertenencia al pueblo judío. Adquirió esa identidad en el campo. Para su enorme fortuna, un hombre mayor, un prisionero, lo tomó bajo su protección y le enseñó las reglas básicas de la sobrevivencia: aunque tengas sólo un mendrugo de pan, adminístralo para que comas tres veces al día; nunca dejes de asearte, pues la higiene otorga autoestima; nunca olvides que eres un ser humano. En el campo Kertesz sufrió constantes vejaciones y presenció las peores atrocidades, sin embargo su autobiografía no está animada por la amargura y el resentimiento. Se trata de una loa a la vida, de un tratado de compasión por la humanidad. Para él, la Shoah no es un asunto entre judíos y alemanes, tampoco una cuestión antisemita, “se trata de una crisis moral y espiritual de Occidente, el piélago donde se hundieron los valores que habían sustentado la civilización europea durante siglos.”
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Nunca me ha impresionado tanto un escritor. Su estatura era muy alta, sus ojos grandes y dulces, su discurso clarísimo. A pesar de su edad, era un hombre bello. Cuatro años atrás había ganado el Premio Nobel de literatura. Tenía todo para resultar imponente y sin embargo, su sencillez y su modestia desarmaban. Pero, sobre todas las cosas, desarmaba su enorme capacidad de perdonar y de seguir amando al género humano, aún convencido de que lo verdaderamente irracional e inexplicable no es el mal sino, por el contrario, el bien, al cual él se aferraba como la única opción.