A propósito de una reunión en Rusia del grupo de economías industrializadas, el G20 –del que México es parte–, el presidente Vladimir Putin invitó a 20 artistas de cada una de las naciones participantes para que fotografiaran Rusia. El ejercicio tenía un claro objetivo propagandístico. El resultado fue un libro sin alma que se entregó a los mandatarios de la reunión.
Entre los retratos de la gran geografía humana rusa, estaban, perdidas, incomprendidas, las imágenes del fotógrafo mexicano Pablo Ortiz Monasterio: las máquinas de un laboratorio, cables, túneles, tuberías.
¿Qué pasó? Uno esperaría, de hecho, que el fotógrafo del alma de los huicholes o de las culturas underground de la Ciudad de México habría de entregar una mirada similar sobre Rusia; pero no, lo que mandó fue esta serie de aparatos eléctricos en laboratorios desconchados.El proyecto, claro, se entiende mejor ahora la editorial RM publicó Akademgodorok, un libro editado por el propio autor.
El otro día, Pablo Ortiz Monasterio contaba la historia detrás de estas imágenes. Había ido a Siberia a tratar de fotografiar la cultura chamánica de esta parte del mundo, pues resulta que las poblaciones nativas de Siberia practican un chamanismo que podría ser precursor del americano. Estando en Siberia, los guías oficiales lo llevaron a Akademgodorok, una ciudad científica creada en 1957, mismo año en que Rusia puso en órbita su primer satélite. Como señala José Manuel Prieto en el prólogo al libro, la ciudad fue fundada cuando la utopía del comunismo parecía que se alcanzaba a la vuelta de la esquina.
Hoy, muchos de esos laboratorios de la Guerra Fría siguen en pie y continúan produciendo conocimiento científico, pero a diferencia de 7% del PNB que la Unión Soviética dedicaba a la ciencia, Rusia destina el 1%. Estos laboratorios parecen detenidos en el tiempo. Hay una foto, en particular, de un laboratorio de química orgánica donde se ve un bote de papas Pringle conectando los matraces y tubos de ensayo. Así que las fotos se pueden leer así: sobre la manera en que las cosas y las personas del viejo régimen comunista se adaptan a los rigores del capitalismo actual, un tema, por cierto, presente en las crónicas de la premio Nobel Svetlana Alexievich (y de una de mis novelas favoritas, Limónov, de Emmanuel Carrère).
La otra manera de ver las fotos es como composiciones abstractas. Ortiz Monasterio explicaba en una presentación de su libro que, estando en los laboratorios, a veces lo único que veía era cuadros suprematistas, el movimiento artístico nacido precisamente en Rusia a principios del siglo XX que proclamaba la supremacía de la nada y la representación del universo sin objetos. Resulta absolutamente sorprendente como estos laboratorios están, de manera totalmente azarosa, pintados con los colores de las pinturas de Kasimir Malevich.
Y entonces, lo que comenzó como un ejercicio de propaganda terminó, como sucede cuando las cosas están en las manos de ciertos artistas fabulosamente astutos, como una serie de fotografías que ahora están en las librerías al alcance de todos nosotros.