En los anales de la historia mexicana, el sismo del 19 de septiembre de 1985 ocupa un lugar fundacional; es, como lo descubrió pronto Carlos Monsiváis y luego lo repitió todo el mundo, la fecha del despertar de la sociedad civil en México, el momento en que los gobernados se convierten en sujetos y ciudadanos.
Pero a mí me gusta recordar 1985 también por otra cosa: es el año en que finalmente la gente pudo hacerse una prueba de VIH-Sida. Antes, sólo se sabía de la presencia del virus por los síntomas de la enfermedad, el debilitamiento total, el cáncer en la piel, las diarreas imparables o la neumonía mortal. Así como el temblor, el VIH se llevó muchas vidas en la Ciudad de México y el resto del país. A diferencia del temblor, pienso que falta hacer la crónica de esta época. Sería el relato de la incomprensión de las familias que llevó a muchas personas infectadas a morir solas o en los cuartos prestados de los amigos, o la de de los hospitales especializados sobrepoblados y sin recursos para enfrentar la epidemia.
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Algunas personas que ocupaban puestos clave en el sector salud quisieron enfrentar la crisis con el único antídoto a la mano: las campañas para promover el uso del condón. Pero la Iglesia católica y grupos conservadores de la sociedad aparecieron en escena para decir que el Estado estaba sólo promoviendo la promiscuidad y condenaron el sida como un castigo divino a los homosexuales. Las campañas se quedaron a medias. Las grandes cadenas de televisión recularon. A principios de los años 90, como en otras partes del mundo, en México murieron muchísimas personas a causa de esta enfermedad.
Hoy, que conmemoramos 31 años del temblor de 1985, podemos aplaudir que la sociedad civil está muy activa; sólo la semana pasada, por ejemplo, hubo una marcha para pedir la renuncia del presidente Enrique Peña Nieto, que enfrenta una de sus peores crisis de legitimidad. Hoy también se ha avanzado un montón en materia de derechos sexuales, pero no deja de ser curioso que estemos reviviendo un episodio de los años 80: manifestaciones de grupos conservadores, como las de semanas pasadas (o la del próximo 24 de septiembre en la Ciudad de México) en contra del matrimonio igualitario, así como un discurso envalentonado e inflamatorio de la Iglesia católica, que recuerda mucho el momento de auge de Pro Vida y las cartas de la Arquidiócesis condenando la homosexualidad.
Entonces, la sociedad civil tenía un fabuloso adalid retórico que se llamó Carlos Monsiváis, quien, además de imprimir a sus críticas un extraordinario sentido del humor, insistía en el carácter laico del Estado. Hoy, me parece que ese sigue siendo el punto nodal del asunto. Por lo demás, imagino cómo se hubiera reído Carlos de haber leído el encabezado del lunes 19 de septiembre de 2016 del periódico La Prensa: “¡Dictadura gay! Comunidad LGBTTTI es de naturaleza intolerante y no nos va a intimidar, dice la Arquidiócesis de México.”