Una nota de ayer del New York Times cuenta esta historia: Juan Carlos Hernández era el gerente de un restaurante de comida mexicana en la pequeña localidad de West Frankfort, Illinois, famoso por sus fajitas de carne y pollo. Participaba en las actividades de la comunidad: cuando los bomberos enfrentaron dos agotadoras alarmas de incendio mandó comida para los vulcanos; prestó el restaurante para una reunión comunitaria con la policía y formaba parte de cualquier esfuerzo caritativo.
A principios de febrero, dos agentes federales de migración lo arrestaron cerca del restaurante La Fiesta y lo llevaron a un centro de detención de Missouri. Los oficiales confirmaron que Hernández tenía dos condenas por beber y manejar, y que por eso probablemente podría ser deportado.
Buena parte de la comunidad de Frankfort, en cambio, piensa que Hernández es uno de sus miembros valiosos y han escrito cartas en su favor para pedir clemencia a los oficiales que tratarán su caso. Muchos ni siquiera estaban advertidos de Carlos fuera un inmigrante ilegal en los Estados Unidos. Otros, en cambio, piensan que nadie debe estar encima de la ley, y si Hernández estaba de manera ilegal en Estados Unidos, debe pagar por ello.
La historia tiene una moraleja muy clara: no todos los inmigrantes ilegales con algún record criminal son unas malas personas. Algunos, como Juan Carlos Hernández son personas queridas por su comunidad. ¿tendría que aplicarse todo el peso de la ley?
La otra moraleja que me interesa destacar es la del poder simbólico de la comida mexicana. Desde que el año pasado un líder republicano de origen mexicano dijo que Trump iba a combatir la migración ilegal a Estados Unidos pues ¿quién quería un taco truck en cada esquina? Me ha llamado mucho la atención el avance de la comida mexicana en Estados Unidos. Es como si alguien (la comida) si hubiera cumplido el sueño americano. Obviamente, la comida mexicana estaba allí desde el principio, en los territorios de California, Nuevo México y Texas. Contar la historia de su evolución, como lo ha hecho fabulosamente el periodista mexicano americano Gustavo Arellano en Taco USA, es una manera de relatar la trayectoria de la cultura mexicana a los Estados Unidos.
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Pero esta es una historia que aún no acaba. La comida no sólo se ha convertido en un rasgo culturalmente más importante para las clases medias en México, sino que también su presencia se ha hecho más compleja y más extensa conforme la presencia de los mexicanos ha aumentado y se ha esparcido por territorios nuevos. Y la cocina mexicana en Estados Unidos ya no es mexicana, y no lo digo sólo por el tex mex, sino que los nuevos chefs están inventando nuevas formas, nuevos platos. Sospecho, sin embargo, que la comida mexicana en la era Trump se convertirá en un punto de resistencia cultural pero también en un fuerte común, donde mexicanos y americanos seguirán alimentándose de una historia que ya es compartida.