Durante una investigación sobre trata de personas y migración en Nepal me detuve a tomar un té de yerbas en un pequeño puesto callejero en Katmandú. Mi acompañante, traductor y para ese entonces ya compañero de aventuras, había prometido presentarme a un joven tibetano dedicado al activismo de los derechos humanos. Prithvi tiene treinta años, ha visto morir a monjes que defienden el derecho a la tierra, al agua y a la movilidad humana, a pesar de ello su mirada refleja todo menos resentimiento. No es un santo aunque sí un sabio. Me contó que su padre subía todas las tardes a la cima de una montaña a orar y meditar, a veces se unían a su meditación niños y hombres campesinos que pasaban por allí, a veces pasaba sólo varias horas en que hablaba al viento sobre la libertad y la no violencia. De él aprendí, me dijo Prithvi, que si en verdad crees en tu misión de justicia y paz, no debes esperar multitudes sino seres interesados de verdad en conocer otra forma de vivir en comunidad, no es el número sino el poder de su convicción. También descubrí que todos los días, aunque te digan loco debes subir a tu montaña y decir a toda voz aquello que crees correcto; el viento lleva las palabras a sitios inesperados y el sonido siempre vuelve a ti. La lección primera es siempre para uno mismo.
Cruzando la frontera de la India con Nepal y más tarde camino a China para seguir los pasos de los vendedores de niñas que cruzan las fronteras sin obstáculos oficiales, descubrí que los madhesi, los newa y los kirat se parecen más a los nahuatlacas, a los zapotecos y a los mayas centroamericanos de lo que nadie quiere admitir. Las madres se reúnen en los pueblos fronterizos y en la ciudad para buscar a sus hijas e hijos perdidos. Han aprendido otras lenguas para preguntar a todo quien pase por allí si ha visto a su hija raptada, a su hijo que nunca volvió.
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Aquí en mi país veo ahora a las 48 mujeres de la Caravana de la Esperanza, han llegado desde Honduras, Nicaragua, el Salvador y Guatemala. Caminan por siete estados de la República hasta llegar a la Capital. Llevan en su pecho los retratos de sus hijos e hijas que desaparecieron al cruzar el país. Huían de la pobreza, de la violencia estructural, social y de género, de la discriminación y el hambre. Ellas entraron a las cárceles, retrato en mano para preguntar a presos y guardias si alguien vio ese rostro. Se pararon en círculo sobre la tierra firme que oculta los cadáveres de los sinnombre, sembraron árboles en un ritual solidario inolvidable. Lloraron, una más que otras, y reclamaron todas con la misma fuerza, hablaron a veces con la gente y otras al viento. Algunos les miran con ternura, otros alejan los ojos temerosos de que el embrujo de la tierra que se traga a sus hijos caiga sobre su familia. Un viejo en la plaza del pueblo sólo mirando a los retratos dijo casi para sí mismo “ya ni busquen, dedíquense a los vivos”.
Once caravanas han viajado por el país en busca de sus desaparecidos. Si están muertos quieren velarlos, si están vivos abrazarlos. A pesar de que muchos, como el viejo de la plaza aseguran que la búsqueda es inútil, ellas saben que suben a su montaña cada día a gritar por la libertad y la movilidad humana. Sus palabras vuelven a su corazón, trabajan por los que ya no están y por los que pronto saldrán de casa. Nada es en vano, las lecciones de la conciencia y la congruencia se aprenden, se acumulan y poco a poco transforman el paisaje humano, emocional y político.