Un hombre administra una humilde cuenta de Twitter en la que, con constancia no malsana, cuenta su día a día como director de finanzas en una fábrica de piezas imprecisas. En su vida electrónica procura opinar, sin meterse con nadie, acerca del clima, cosas que pasan y el libro que está leyendo. Cuando un tópico se torna enardecido él evita externar su sentir, huyendo de la ira de los comentadores.
Posee apenas si una veintena de seguidores.
Diecinueve desde esa mañana, para ser exactos.
Un día llega a su timeline un tuit ajeno que alguien más decidió compartir con todos. El contenido del texto le resulta vagamente conocido. De hecho —reflexiona— es algo que él mismo tuiteó hace unos días. Una cándida opinión acerca del film Escuadrón Suicida.
Coincidencias, sentencia tenazmente y regresa a sus apasionantes tablas de Excel.
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A la mañana siguiente, apenas se despereza su computadora y luego de saludar a sus compañeros de escritorio, entra al perfil del sujeto aquel. Ve que se trata de uno de esos colosos del Twitter. De esos usuarios que poseen millones de followers. Un moderno Chíchikov, piensa y va por un café al piso de abajo.
Esa noche, ya en casa, algo no le permite concentrarse. Está pensando en la foto del sujeto que opina idéntico a él acerca del nuevo Guazón: parece un cholo. Saca su celular, ubica ambos tuits y los coteja. Da clic en la foto del fulano aquel. El retrato crece. ¡Detrás de aquellas enormes gafas de mica hay un rostro de camello muy parecido al suyo! El parecido es siniestro. Busca al sujeto en Facebook. El perfil tiene candado pero el par de fotos que son públicas no dejan lugar a duda. Menos flaco y con peinado de imbécil pero ese hombre podría pasar por su gemelo.
No sabe qué hacer. Cierra la computadora portátil con violencia y se mete a la cama con todo y ropa. Media hora después está googleando al sujeto. Sus últimos siete años de vida están ahí, pormenorizados, lapidarios. ¡Tienen vidas paralelas! Las diminutas diferencias entre sus individuales aconteceres sólo las manifiesta el entorno y la elección de carrera. Hasta a la misma playa fueron a vacacionar.
Desesperado, regresa a la lista de tuits del hombre. Aquello es abrumador. Opinan lo mismo, han escrito en diferentes momentos las mismas cosas. Nota similitudes en la forma de abarcar, entender y conducirse en el mundo. Han formulado —cada uno por su lado— exactamente la misma ética, las mismas opiniones del amor perdurable, de la justicia, de la hamburguesa de pollo de cierto restaurante, de la fiesta brava y de la nueva película de súper héroes.
Nuestro protagonista ve frente a sí al abismo.
Con dedos temblorosos le escribe un tuit que dice:
Hola, ¿cómo estás?
Y a los pocos minutos el hombre responde:
Bien, ¿y tú qué tal?
Él se da cuenta de que su respuesta a esa pregunta es, precisa y exactamente, que está bien.
Ya no queda duda. Aquel fulano es su mengano y su perengano, su Guillermo Wilson, su El Otro, su Doppelganger, su Hombre Duplicado e incluso su Flor Amarilla y su Borges de joven.
Pero la trama no termina aquí ya que, al mismo tiempo, alguien en otro lado del país observa ese par de tuits en los que, digámoslo, ambos desconocidos se dieron el avión. Mira la foto de nuestro humilde contador. Algo en él lo atrae luminosamente. Repasa con su tembloroso pulgar aquel timeline. La piel se le vuelve de gallina. Han formulado —cada uno por su lado— exactamente la misma ética, las mismas opiniones del amor perdurable, de la justicia, de la hamburguesa de pollo de cierto restaurante, de la fiesta brava y de la nueva película de súper héroes.