22 de septiembre 2016
Por: Gabriel Rodríguez Liceaga

Septiembre es el nuevo enero

A más de un taxista le hice mi chiste de que jamás me aprendí la canción de Calendario de Amor. Acompañaba a la ocurrencia cantando con la tonadita que uno se imagina sin inconvenientes: “enero: Rosca de Reyes cortamos. Febrero: San Valentín celebramos. Marzo: Navidad llegó…”

A veces tengo desafinada voz de profeta. Caminando rumbo al centro de Tlalpan me doy cuenta de que en el estacionamiento de una Comercial Mexicana, o como quiera que se le llame ahora, ya están colocando la enorme estructura de lo que será el fortín temporal donde venderán los juguetes que los niños recibirán de obsequio hasta finales e inicios de año. También me comenta mi madre que en Liverpool ya comparten estantes las decoraciones gringoides del Día de Muertos con las decoraciones gringoides de Navidad. Apenas dio Peñita el Grito de Independencia frente a su hueste de extras ya estaban transmitiendo comerciales de tele, esa misma noche, acerca de los espectáculos con zombies y monstruos en los parques de diversiones que de alguna manera rodean a la ciudad. Caramba, hasta el Oktoberfest empezó en septiembre y la cuesta de enero dura hasta agosto. Esta impaciencia por llegar cuanto antes a ciertas fechas en el calendario no sólo deja muy mal parado a noviembre, también apresura nuestras vidas que ya de por sí son, me atrevo a afirmar, cortas y neuróticas.

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¿Se acuerdan de que en los libros gratuitos de la SEP había una línea del tiempo en la que, en escasos centímetros, cabían todos los dinosaurios de la historia? Y luego en centímetros ligeramente más desarrollados estaba el hombre. Los fenicios, los egipcios, los griegos… y así hasta los empleados o desempleados que ahora somos. Piensen que esa línea es la eternidad. Y que el tiempo no es otra cosa sino la incapacidad humana de comprender el infinito. Aléjense de la línea un par de pasos. Entonces todos los dinosaurios están naciendo y muriendo al mismo tiempo. Entonces todos los hombres y mujeres están naciendo y muriendo a la par. Al unísono. Un mismo gemido de placer o de tránsito. Tú mueres el mismo día en que un simio con dedo oponible alza una piedra, que es el mismo día en que Américo Vespucio descubre la sonrisa colgante de la hamacas, que es el mismo día en que el corazón de un hombre negro es eficazmente trasplantado en un hombre blanco. Son ejemplos bellos pero tristemente nuestra vida moderna se está desarrollando más bien entre baratas de Zara, memes presidenciales, películas de superhéroes, iPhones cada vez más impúdicos y semifinales de Liguilla. Y claro: navidades que principian en septiembre.

Somos una generación con prisa, mucha pinche prisa. ¿Prisa de qué? Allá al fondo está la tumba. Acoplarse a este embutido de días sumando en semanas sumando en meses sumando en años es peligroso. Nos ha tocado sobrellevar una fase rara, cambiante y vertiginosa. ¿Qué quedará de este inicio de siglo? ¿Qué permanecerá? ¿Cómo seremos recordados? ¿Qué cosas verá pasar velozmente frente a sus ojos, segundos antes de morir, el anciano que seremos? Todos acabaremos en esos escasos centímetros de historia humana. No puede ser distinto. Pero, por lo mismo, mastiquemos nuestro Pan de Muerto sin miedo a que nos salga el muñequito del Niño Dios.

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