En la primera agencia de publicidad en la que me desempeñé como redactor era el encargado de la marca de juguetes Hasbro. En un anuncio de Transformers teníamos que filmar la escena final en la que todos los juguetes aparecían al mismo tiempo a cuadro. Product shot. Yo aprobé el acomodo de cada muñeco. Me gané mi primera regañadota profesional, porque decidí ponerlos a ras del suelo y al parecer había un Decepticon en específico que en la caricatura jamás se dignaba a tocar la misma superficie que los humanos. O algo así. No conocía ni conozco la mitología alrededor de tales sagas. Aprendí que la publicidad consiste, a grandes rasgos, en complicarlo todo. Consiste en que algo que es posible hacer entre tres personas en media hora se haga entre 10 personas durante tres meses. Juro que he estado en juntas de dos horas en las que se decide si el color de tal o cual tipografía es el conveniente o no. Perdí los mejores años de mi vida “rejuveneciendo” marcas. Un texto, el más inocuo del mundo, pasa por una cantidad inimaginable de supervisiones. El redactor junior se lo muestra al senior, éste a su director creativo, quien lo autoriza para que el departamento de cuentas decida —o no— enviarlo al cliente. Aquí entramos a terrenos escabrosos. Es probable que la publicidad sea el oficio contemporáneo en el que más contacto tienen las mentes (idealmente) más brillantes con las más pusilánimes. La mayoría de los mercadólogos sobrelleva las juntas repitiéndose a sí mismo: “Tengo miedo, tengo miedo”. ¿Miedo a qué? ¿A que no se venda mucho jamón ese semestre? ¿A que no puedan pagarse ya el gimnasio o las cubas caras? En fin. Unas tres personas autorizan dicho textito bien redactado. Regularmente queda poco de la idea inicial. Mutilado, el texto llegará a los consumidores. Antes de que el mensaje se imprima tamaño lona, la inscripción es revisada de nuevo por cada uno de los involucrados al menos dos veces más. ¡Dios quiera que el director encargado de filmar el anuncio no proponga modificarlo!
Esta neurosis, aunada a los horarios esclavos, hace que toda la gente involucrada en publicidad carezca de alma. Pero, más importante que eso, hace que no se dé paso sin huarache. Luego de la anécdota antes citada aprendí yo que si es necesario filmar todas las versiones posibles de Transformers pisando el suelo, o no pisando el suelo, se hacen. Uno se tiene que proteger mucho las nalgas.
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Hay ahora mismo al aire un anuncio de cerveza Corona en el que un exaltado Diego Luna brinca sobrehumanamente entre edificios y destruye una hipotética pared en Paseo de la Reforma mientras nos inspira a ver el porvenir con esperanza y ahínco. El texto que le escribieron inicialmente al actor decía: “a todos nos molesta el muro del loco ese”. El loco ese es, naturalmente, Donald Trump. Pero a partir de que fue electo presidente del país más poderoso del mundo, en el comercial Diego acota: “a todos nos molesta el muro que nos quieren construir…”
Una diferencia mínima, imperceptible incluso. De hecho, es muy ocioso que le esté dedicando yo varios párrafos a algo tan nimio. Después de todo, sólo es un mensaje audiovisual que la gente tiene que ver en contra de su voluntad unas 20 veces por día, ¿no?
No cuesta trabajo imaginar la junta en la que alguien alzó la mano y preguntó: “oigan ¿y si gana Trump?” No cuesta trabajo imaginar al representante de Diego Luna diciéndole que tenía que actuar dos versiones: una atacando al monstruo racista. La otra: sin huevos. No me cuesta nadita de trabajo imaginar el archivo de Word del pobre redactor publicitario con al menos 10 opciones extra de tal texto. Por si las moscas, vaya. Lo curioso es que la campaña habla de derrotar los muros, inseguridades y miedos interiores.
Ahora sí que cómo decía mi abuelo: ¡Qué cuates, oye!