En la vida de todo hombre hay una bola de mágicos hallazgos infantiles que lo reafirman como un ser pensante, capaz de malear los límites del mundo que hasta ese momento le habían dado. Comprender los motivos de ciertas tildes, asumir la coexistencia de letras mayúsculas y minúsculas, memorizar un combo en un videojuego de peleas. En mi caso registro varios despertares, además de los previamente citados. Ejemplifico con un lugar común para aspirar a la claridad: aquella mañana en la que una maestra que fumaba mientras daba clase le explicó al “2º B”, del que yo formaba parte, que un kilo de acero y un kilo de plumas pesan exactamente lo mismo. De golpe había magia en el mundo. Otro ejemplo: recuerdo la ocasión en que leí en el muro de una vinatería la siguiente inscripción: “Puto el que lo lea”. Me pareció asombroso. No había forma de huir de la condena que aquella leyenda planteaba. Yo, a mis ocho años, era puto y no había de otra. Incluso el que había escrito tal misiva chueca era puto. A grandes rasgos: se le quitaba una envoltura a mi cerebro.
Luego de menear expectativamente ambas palmas de las manos, como diciendo “mñe o masomenos”, se puso recientemente de moda, en los graderíos mexicanos, gritarle “puto” al portero visitante en cada despeje. Esta guasa se internacionalizó desde el mundial pasado y ha hecho enojar mucho a la FIFA, ese niño que no sabe poner pases pero tristemente es dueño del balón. Alega que es una arenga homofóbica. Quizá los directivos de tal empresa jamás pasaron enfrente del muro de mi infancia. No saben que todos los mexicanos somos putos, y no sólo los fans del América, ojo.
Antes de que el siglo pasado nos dejara desamparados, el grito imperante en las tribunas era el de “Huleeeero”, que hacía referencia evidente al nudo del ano, por más que nuestros tíos dijeran que se refería a la gente que se dedica a vender hule. Es más: Pluto, el perro amarillo de Mickey Mouse, era bastante aludido en los cotejos futbolísticos y no exclusivamente en los desatasques del portero. Recuerdo dos expresiones de la muchedumbe pambolera grotescas y relativamente recientes. La “Expulsación”, endilgada por un comercial de televisión de paga. Y el baboso “Fuaaa” creado por un ebrio de Youtube. Ambos perecieron por su falta de raíz, me temo. Octavio Paz no ensayaría a su respecto.
LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE GABRIEL RODRÍGUEZ LICEAGA: LAS NINJA TORTUGAS CHAVORRUCAS MUTANTES
Me acuerdo con cariño una vez que un buen amigo poeta, hoy en día restaurantero, me dijo “no seas puto y bésame”. Caramba, carezco de un mejor argumento: ser puto en México poco tiene que ver con una decisión emocional o erótica. Esto hasta el aficionado más jovencito lo sabe. Los tres porteros del actual Gigante de la CONCACAF nos piden en un anuncio de tv que, administrativamente, ya no gritemos majaderías o nos vetarán el Estadio Azteca en el camino a Rusia 2018 y no podrán vendernos cueritos y chelas tibias al triple de su precio. Realmente se trata de una campaña publicitaria muy chafa. Propongo que todos los jugadores salten a la cancha con la palabra “Puto” en la espalda. O que alguno salga del clóset vivificando así el mensaje. No sé, algo más honesto. En fin, hay en todo esto un delirio poco oculto: una muchedumbre gritándole majaderías a un cancerbero con guantes acolchonados y detrás del cual se termina el mundo.
¿Está mal gritarle puto al portero? No.
Pero dejemos ya de hacerlo. El siglo nos exige que así sea. Yo propongo que de una vez dejemos también de rayonear con ininteligibles grafitis las paredes del país. No hay que arrojar cáscaras de pepitas en el suelo del microbús y antes de entrar al metro, o al elevador, permitamos salir. La zona exclusiva para mujeres en el Metrobús es exclusiva de mujeres. Supongo que suena ilógico pero les juro que no es así, piensen en los sanitarios. También dejemos de robarles pesitos a nuestros pasajeros truqueando el taxímetro. Ya no hay que llenar las bolsas de papas Sabritas con puro aire. Ni manipular la democracia para favorecer a nuestros primos, heredándoles la cochambre del comal. Recuerdo esa inconcebible manta que vi en una capilla de Oaxaca apenas el año pasado, esa que le suplicaba a los parroquianos que no se caguen adentro del templo.
¿Está mal zurrarse en la casa de Dios?
Esa es de las difíciles.
México no deja de ser como un inmenso patio de recreo con resbaladillas y columpios oxidados. Jirafas y changos con un hueco al centro del cuerpo. Me temo que tenemos que atenernos a normas de conducta de observancia obligatoria. Dicho distinto: renunciar a algunos de nuestros mágicos hallazgos infantiles. Ensanchemos los límites del mundo que nos dieron. A ver, a manera de examen sorpresa. Un kilo de homosexuales y un kilo de heterosexuales, ¿pesan lo mismo?