Entrar a un nuevo empleo le ofrece a uno la posibilidad mágica de reinventarse. Uno puede, de la noche a la mañana, ser tímido, medio menso, puntual, religioso, bien vestido o desaseado. Incluso puedes engañarte a ti mismo pensando que quieres crecer en el organigrama y que no necesitas de solaz y esparcimiento alguno.
Salgo de mi casa y de inmediato la pesadumbre del éxodo de oficinistas, su nata de perfumes y el escaso brillo en sus ojos elimina mi anhelo de fénix. ¡La buena noticia es que aún existen las ocho de la mañana! Tengo una ligera jaqueca y el camión sobre Reforma viene llenísimo. Ahí arriba, entre dos axilas y gente inclinadísima sobre sus teléfonos inteligentes, llego a regañadientes hasta metro Auditorio. Reforma está tapizado de hileras de gente comprando cocteles de frutas o tacos de guisados o huaraches onerosos. Mastican felices pero tristes. Hay un puesto de periódicos en el que un muro de cómics en su bolsita me hace evocar una infancia allende extraviada. Vienen hasta su pinche madre las peceras que me dejarían cerca del edificio donde me contrataron. Gente trepada de mosca con prisa por llegar. Prisa en su estado más puro.
¡Esperen! Yo mismo tengo que llegar temprano en mi primer día. Abordo un taxi milagrosamente vacío y le digo: “Aquí adelantito, por la Fuente de Petróleos”. El chofer me comenta que su taxímetro de momento no funciona pero que “ahí lo que sea mi voluntad”. Pienso que quizá debí caminar tal tramo. “Antes diga que yo sí funciono”, me comenta el hombre, “hace unos meses me sacaron dos hernias”.
Me cuenta que un político le pagó el hospital y a los mejores doctores del país, me cuenta que eran amigos desde la primaria. No memorizo el nombre del político, pero él asegura que dentro de poco reaparecerá públicamente con renovados bríos. Luego me cuenta que tiene unas cartas de recomendación firmadas por Mario Moreno “Cantinflas”. Pregunta que si creo yo que sirvan de algo o que las pueda vender bien. Comenta que su mujer era bellísima, canta, me habla de Dios, de que es un extraordinario bailarín. “¿Se acuerda del taxista que encontró olvidada en su auto una bolsa con 53 millones de dólares y la entregó a la policía?”, me pregunta. No me permite responder. “Yo soy ese ruletero”, afirma emocionado. Me cuenta que fue el taxista del año hace 20 años, que el Rey de España lo mandó felicitar por su honradez y que la Lotería Nacional le entregó un diploma también a ese respecto. También comenta que están ya haciendo una película acerca de su historia. Menciona hasta al cineasta.
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El viaje es breve y lo pago, la neta, al doble de lo justo. En efecto: debí irme a pie.
Me bajo del auto. Estoy un poco molesto por haber tenido que soportar las mentiras de un taxista que tiene la posibilidad mágica de reinventarse con cada pasajero al que lleva a su destino.
Llego a la oficina puntual. Me asignan una computadora, un asiento, un gafete con mi cara, una ventana con vista al edificio enorme más feo de todos los tiempos (dicen que todavía hace dos años desde aquí se podía ver el Castillo de Chapultepec). Aprovechando los beneficios del wi-fi gratis tecleó el nombre del taxista. Lo vi en su tarjetón traslúcido y descascarado en la ventana trasera. Me aparecen varios resultados: notas y crónicas de periódicos extraídos de un México, también, allende extraviado.
¡Es todo verdad!
Lo que es mentira es que trabajar ofrece la posibilidad de reinventarse. Esta ciudad no deja de maravillarme. Y aún así creo que me cobró demasiado. Indago un poco más y encuentro un par de testimonios de gente que coincidió, cacofonía aparte, con dicho chofer. Todos se quejan de sus precios exagerados y pomposos. Es como si, inconscientemente arrepentido, nos hiciera pagar a todos el dinero que bobamente devolvió.
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