Mi departamento, el crisol de la civilización moderna, se ubica a una cuadra de Paseo de la Reforma, antes Paseo del Emperador. Es decir: cerca de las marchas que la semana va entregando.
Salgo de casa no sin antes colocarme los audífonos. Un concierto de cláxones interrumpe la sosegada bendición del nuevo disco de Radiohead. Está cerrado Río Lerma. Un camión policiaco bloquea la calle. De pie en el techo, como Batman en los posters de la penúltima de Batman, hay un policía vigilando todo desde las alturas, arma en mano. En la taquería donde suelo surtirme de gringas, hay varios oficiales merendando. Camino con rumbo al centro histórico. La colonia está llena de policías siendo policías. Hacen muégano alrededor del Ángel, cadena humana cerca de la embajada norteamericana, bloquean ciertos accesos. Además el sol anda de malas y los detalles amarillo fluorescente de sus uniformes provocan chiribitas. A la altura de Desert Island Disk alcanzo a distinguir al Caballito, le urge una aseada, su biliosa gloria luce cicatrices de mugre ya grotescas. Toda esa zona está llenísima de policías a la expectativa, hordas de ellos, listos para la hora de los chingadazos. Cruzo la Alameda. Del lado de Gandhi me sorprenden dos anchas hileras de granaderos ya formados y recibiendo indicaciones. Me cruzo hacia el palacio y sale peor. Turbas de polis se entrometen, metiches pero involuntariamente, en las selfies que la gente se toma. Identikit es una preciosura. Aprovecho la sombra de un árbol para ver mi Instagram. Un amigo subió la foto de unos policías comiendo algodones de azúcar, bellamente dramatizada con el filtro Earlybird.
Me quedé de ver con mi novia en las puertas del templo porfirista. La saludo de beso. Algo le comento enojado acerca de la cantidad de policías y granaderos que sorteé en las calles. “Estoy convencido de que todos los habitantes de esta capital vemos al menos una Marilyn Monroe por día. Esa cifra se está quedando atrás, comparada con la cantidad de representantes de la ley que tenemos que ignorar nada más salir de casa”, digo. Mi chica me cuenta que en el metro venían tres mujeres policía. Una de ellas escuchaba música a todo volumen desde su cel. Julieta Venegas. Una y otra vez la de Limón y Sal. Cruzamos Eje Central. Más y más policías. Sería chistoso que entre las botargas de Madero ya hubiera una de policía, con su garrote de espuma. En la plancha del MUNAL un enorme grupo de entusiastas bailotea con cascabeles en los tobillos ante la vista del otro Caballito, que ya no está cubierto por lonas. Rectángulos de policías impiden disfrutar de la ceremonia. Marchantes venden sus productos en el suelo, entre pares de piernas con la macana a la mano. Nos metemos al Paseo Condesa para ver libros usados. Cuando salimos los granaderos se han multiplicado. Le pellizco el brazo a mi chica porque seguramente hasta un pelirrojo debe haber entre las filas.
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Que yo recuerde, nunca había sido tan así. Nuestras calles nunca habían estado tan repletas de empleados del orden y sus barricadas. Es muy evidente el miedo que tienen nuestros gobernantes a que las cosas se salgan de control. No me quiero ni imaginar cómo está el Zócalo. El águila devorando a una serpiente arriba de un nopal arriba de un granadero. El año pasado, enfrente de Palacio Nacional, los manifestantes quemaron una inmensa marioneta que representaba a nuestro presidente. El monigote quedó sin cabeza. Hay fotos formidables al respecto, ya inscritas en la Historia de México. Veo a la turba de policías. Están ahí para detener algo que ya sucedió. Hablando de marchas, no hay marcha atrás. El símbolo quedó mancillado. Peña ya sólo es material de memes, contra eso no hay cantidad suficiente de policías.
Nos metemos a Correo Mayor huyendo del calorón y para ver qué hay en el cine ya de noche. Veo hileras de tarjetas postales con paisajes bellamente fotografiados de los sitios por los que pasé hace apenas unos minutos. El Ángel. El Caballito. MUNAL. La Alameda. La primorosa Ciudad de México en rectangulares y caducas imágenes turísticas. Qué bueno que ya nadie manda tales misivas porque de lo contrario tendríamos que modificarlas para que, en cada una y al lado del monumento, aparezcan varios puñados de siluetas azules con sus cascos y escudos transparentes y raspados. Con sus caras de bostezo.