Hace unos días, en Chilpancingo, un pepenador me contó que los narcos se llevaron a su hijo de doce años y desde hace meses lo obligan a que trabaje como halcón. Un viejo amigo me platicó que la maña tiene una flotilla de taxis, emplacada por el municipio. Un colega reportero me habló del hermano que le secuestraron en 2012. Y el comisario ejidal de Santa María Sur, municipio de Teloloapan, me dijo que son 80 los desplazados de su pueblo, y que fueron los narcos, soldados y policías quienes les dieron el ultimátum: Si no se largan, nos vamos a robar a sus hijas. Llevan nueve meses viviendo en un sofocante saloncito de fiestas y, al día, comen 45 kilos de tortilla.
En Zumpango, una señora me contó que por ahí es común que pasen camionetas llenas de cadáveres. En el Puente de Mezcala, un lugareño me dijo que los Rojos y los Guerreros Unidos, dos cárteles rivales cuya violencia no tiene fondo, avientan muertos todo el santo día. Y en la pobre Iguala, que de Cuna de la Independencia y de la Bandera ya no tiene ni la fama, un maestro me explicó de manera pedagógica por qué se pudrió Guerrero: porque en el negocio de las drogas están metidos militares, caciques y gobernantes; porque los partidos políticos han aceptado que cualquiera con dinero puede ser candidato; porque al Estado y a los gobernadores nunca les ha interesado el desarrollo, y porque en Guerrero, como en la mayoría del país, el miedo y la indiferencia solo han alimentado a la podredumbre.
Hubo un momento en que me pregunté si había la mínima esperanza entre tanta barbarie, así que fui a buscarla con los de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG, para abreviar). Llegaron hace tres semanas a Iguala. Son 300 y vienen a buscar a los 43 estudiantes de Ayotzinapa que fueron secuestrados por policías y sicarios. La UPOEG es una escisión de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias, una organización indígena que surgió en 1999 para proteger a los pueblos de los narcos, los militares, los policías y los paramilitares. La UPOEG nació en enero de 2013 y, desde entonces, el crimen ha disminuido en cabeceras municipales donde tienen presencia: Ayutla, Tierra Colorada, Tecoanapa y en el Valle del Ocotito. Su manera de rehabilitar a los presos es condenándolos de seis meses a cinco años de servicio comunitario.
Aquel día, en Iguala, los de la UPOEG subieron al Cerro del Zapato. Encontraron seis fosas. Aunque tenían voluntad para escarbarlas, solo contaban con una pala. “Pinche gobierno, si quisiera encontrar a los muchachos nos echaría una mano, pero ni palas no presta”, me dijo don Crisóforo García, uno de los líderes de la UPOEG.
En eso llegó un viejón con otra pala y una barreta.
“A mi hijo lo mató la policía de Iguala, le disparó así nomás, saliendo de la secundaria, pero en el acta pusieron que era sicario y había muerto en un enfrentamiento; en la procuraduría me dijeron que ni le moviera; por eso estoy aquí, porque en mi pensamiento creo que si ayudo a encontrar a los normalistas, haría justicia en algo”, me dijo el viejón y yo le conté que, en las orillas de Chilpancingo, unos chicos pintaron sobre una barda a un tiburón que es perseguido por un banco de peces. Organízate, escribieron abajo del dibujo.
La UPOEG ya se organizó.
El viejón me dijo, y no creo que vacile, que no volvería a tener miedo.
Y nosotros, ¿cuándo?
(Alejandro Almazán / @alexxxalmazan)