Contrario al espíritu de este espacio; este será un texto (casi) sin datos, y abundante en percepciones y atajos. Un contraste subjetivo e irreplicable entre los habitantes de las dos megaciudades de habla hispana: el Distrito Federal y Buenos Aires.
Es un abuso, lo sé. Porque el que habla de sus viajes impone en otros sus entusiasmos y miradas, y ninguna de esas dos cosas permiten total empatía. Aspiro que permita al menos dos gramitos de valor testimonial y humor.
A las dos, las define el agua, casi por oposición. Buenos Aires se debe al Río de la Plata, pero como la relación con todo acreedor, se le evita. Decía en 1929 Le Corbusier que es una ciudad que “le da la espalda al río”, y no le falta razón. La ciudad no se presenta frente al río. Son poquísimos los lugares desde donde puede vérsele. Cápsula arquitectónica. El Distrito Federal se debe al Lago de Texcoco, y en lugar de darle la espalda, se acostó sobre él hasta sofocarlo. El lago sobrevive como un recuerdo permanente del fango en el que se hunde la ciudad. Gelatina sísmica.
De ahí que el tema predilecto de los porteños sea el clima. La maldita humedad que agrava y hace más penetrantes frío y calor. Los chilangos, en cambio, dedican su más rutinaria maldición al tráfico. Hay razones, para un porteño un traslado de media hora al trabajo va acompañado de un gesto de fatiga; un chilango relataría el mismo tiempo con una sonrisa de oreja a oreja.
El Distrito Federal honra en sus calles y nombres a los conquistados. La de cosas que se llaman “Cuauhtémoc”, delegación, colonia, avenida, monumento; y de Hernán Cortes quedaron dos calles perdidas en Tláhuac y Miguel Hidalgo; un bustito en el Hospital de Jesús; y un monumento allá por Coyoacán que llamamos temerosamente “al mestizaje” y al que refundimos en el Jardín Xicoténcatl. En Buenos Aires los conquistados no aparecen por ningún lado, había tan pocos aquí antes que los “querandíes” suenan a pueblo mítico. En cambio, hay una larga avenida dedicada a Juan de Garay, quien refundó la ciudad en 1580, y enfrente de la Casa Rosada un monumento suyo. Mi “yo” prehispánico se ruborizó.
Y los miedos. En el DF vivimos en la tensa espera del próximo terremoto que ponga a la ciudad de rodillas. En Buenos Aires viven en la tensa espera del próximo desastre económico que ponga a sus habitantes de rodillas.
Algo se mina en el humor. El chilango tiende a la sonrisa, pero muda rápido a la neurosis. Un enojo desnudo de claxonazos, mentadas de madre, y venas saltadas. El porteño tiende a la neurosis, pero muda no-tan-rápido a la sonrisa. Una especie de molestia permanente menos ruidosa, pero más pesadita, en la que se asoman intermitencias filosas de humor.
El signo del DF es la bestialidad. Visto desde acá, el DF es un animalote con avenidotas, plazotas, callesotas, estadiotes, auditoriotes, estacionsotas de metrote, y monumentotes.
El Estado del siglo XX. El signo de Buenos Aires es la decadencia (y su cuidado). Visto desde allá BsAs es un álbum con avenidas planeadas y bellas, plazas precisas, callesitas divinas, estaciones de subte mínimas y acogedoras, teatros alucinantes y estatuas clásicamente moderadas. El Estado del siglo XIX.
En Buenos Aires se anda a pie; y ello requiere un talento inaudito para evitar una cantidad insólita de mierda de perros, para terminar en un café en donde los porteños hablan espontánea e histriónicamente sobre sus múltiples problemas. Al Distrito Federal se le anda como las distancias lo permitan, y ello requiere un talento inaudito para esquivar autos, puestos y mares de gente, para terminar por ahí sentado en donde los chilangos gritan y ríen, y se cuentan discretamente sus problemas… después de unas cinco cervezas o dos mezcales.