La noche del sábado 10 de octubre de 1959, una luna grande y opaca se acomodó por la ventana de la casa donde vivía Telesfora Rangel de Castillo. Telesfora no miraba aquella luna agrisada mientras la rodeaban seis hijos pequeños y descalzos que lloraban con ella en una ciudad llamada Monterrey, ubicada al noreste de México, más cerca de Texas que del Distrito Federal. Después de oír que el mayor de sus hijos había sido herido, Telesfora se estaba desmayando, pero las vecinas que la acompañaban impidieron que su cuerpo tocara el suelo. Cuando Telesfora reaccionó les dijo: “Me están engañando; mi hijo está muerto”. Aunque nunca se lo había dicho a nadie, tiempo atrás Telesfora había tenido la premonición de que su hijo veinteañero, obrero de una harinera, sería asesinado. La familia vivía en la colonia Tijerina y lo único que solía perturbar su tranquilidad eran las historias de guerra que de vez en cuando rememoraba en las cenas su marido Jesús Castillo, un orgulloso veterano de la Revolución Mexicana que simbolizaron Emiliano Zapata y Francisco Villa.
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Pero ese sábado Telesfora y su esposo Jesús formaban parte de una trama cuyos detalles fueron replicados durante los días siguientes por estaciones de radio y vendedores de periódicos a lo largo de la barriada con la siguiente síntesis: “Mata un médico, mutila y después sepulta a su víctima”. El protagonista de la historia era Alfredo Ballí Salazar, un doctor que se aparecía de vez en cuando en su auto por la colonia Tijerina para recoger a Jesús y que hasta ese sábado de luna grande y opaca, entre los que lo conocían, sólo tenía fama de ser exageradamente caballeroso.
Ballí Salazar era tan silencioso y disciplinado que parecía más un monje franciscano que un estudiante de medicina en la Universidad Autónoma de Nuevo León. En 1959 tenía 27 años y muy poco tiempo de haber terminado sus estudios, pero ya había abierto un consultorio privado que se volvió exitoso con mucha rapidez. El veinteañero Jesús Castillo, hijo de Telesfora y del veterano de la Revolución Mexicana, era uno de sus múltiples pacientes, aunque pronto se volvieron amantes a escondidas. Ballí era un hombre discreto, que jamás asumió de manera abierta su homosexualidad. Haberlo hecho en aquellos años, en el salvaje noreste mexicano, hubiera sido no sólo inmoral, sino peligroso. “La vida de los jotos no valía nada. Cada semana mataban uno y así como ahora los periódicos se llenan con notas de narcos, antes los llenábamos con puras notas de jotos”, me contó un reportero de nota roja de aquellos años que siguió este caso que con el paso del tiempo inspiraría la creación de Hannibal Lecter.
(Continuará).
(Diego Enrique Osorno)